15 septiembre 2007

Weegee y los bajos fondos de NY

Cuerpos cosidos a balazos, gángsters, pistoleros, accidentes automovilísticos, incendios y cadáveres cubiertos de sangre son sólo algunas de las imágenes que Arthur Felling (1899–1968), mejor conocido como Weegee, realizó durante la década de los 30 y 40 en los bajos fondos de Nueva York.
Considerado uno de los padres del fotoperiodismo, a Felling lo llamaban Weegee —siguiendo la pronunciación inglesa de Ouija— debido a su sexto sentido y su habilidad para llegar al lugar del crimen antes que la policía.
Weegee trabajaba las 24 horas al día, los siete días de la semana, incluyendo los días festivos, porque, según explicó él mismo en su autobiografía, "el crimen organizado no tiene horarios ni respeta las fiestas de guardar".

Black Mask, el origen de una literatura violenta y ruda

En 1920 salió a la venta en Estados Unidos una nueva revista pulp que no sólo cautivó a millones de lectores durante sus 31 años de existencia, sino que además contribuyó a desarrollar una nueva literatura policíaca, más apegada a la realidad de aquellos años. Se llamaba Black Mask y es reconocida hasta nuestros días como la publicación más importante del género negro que jamás se haya hecho.
Escritores como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Erle Stanley Gardner, William Brandon o Carroll John Daly aparecieron repetidamente entre sus páginas, lo que para la época era signo de una calidad literaria indudable.
La mayoría publicaba en otras pulp, pero sólo los maestros lo hacían en Black Mask. Con portadas vistosas y un “Black Mask” color amarillo que no pasaba inadvertido en los puestos de periódicos, la publicación fundada por H.L. Mencken y George Jean Nathan propició un cambio en la forma de tratar la violencia.
Y es que, a diferencia de los relatos policiales británicos en los que prevalecía un orden estable y en el que el crimen era una excepción, en el relato estadunidense las “aberraciones sociales” eran cosa de todos los días.
Al principio así se describió en algunos relatos, pero tiempo después, durante los años de la Depresión, a finales de la década de los veinte, era ya una generalidad. En aquellos años —explica el crítico Herbert Ruhm en el libro Detective privado— “el país experimentó un nuevo cinismo y desconfianza en el gobierno, el poder y la ley.
El clima moral tal y como se refleja en Black Mask, era caótico; la conciencia individual, la astucia y la osadía triunfaban sobre cualquier orden social. “El mundo descrito en la revista era irracional y violento. La violencia constituía el medio para alcanzar cualquier fin. Las navajas y las armas de fuego desbancaban a la razón. En la cima de la jerarquía social estaban los abogados y los políticos corruptos, los gángsters y los contrabandistas, mientras que la única representación del orden, como el policía honrado, ocupaba el último lugar”.
HÉROES SOLITARIOS.
Evidentemente esta nueva literatura, surgida del fondo de las grandes urbes en descomposición, dio lugar a un nuevo tipo de héroe, que no es más que una transformación del anterior. Así, lo que antes era el trampero y el vaquero, fue después el detective privado y el periodista. “También estaría el fotógrafo de un periódico, el ladrón reformado, el capitán de la policía, el agente secreto y otros”.
Hablando del detective privado, expresa Ruhm: “es más urbano que rural, y posee la sofisticación e insensibilidad de las grandes ciudades. Es golpeado, tiroteado, asfixiado y drogado, pero sobrevive porque sobrevivir forma parte de su naturaleza. Soltero, pobre y solitario, continúa siéndolo por su propia voluntad, preservando su incorruptibilidad con la soledad, que también es una medida de su singularidad”.
El detective privado no puede refugiarse o huir a la frontera como los héroes del campo. No encuentra ninguna salida en medio del concreto y los rascacielos que lo ahogan. El horizonte gris y frío será el ambiente en el que tendrá que luchar su batalla diaria, con la lluvia sobre su cabeza y su sombra como única compañía.
“Como los héroes que le antecedieron —agrega Ruhm—, prefiere vivir solo, sin lazos sociales y familiares, que le parecen tan amenazadores para su integridad como el mundo corrompido en el que se mueve”.
Este nuevo tipo de héroe apareció por primera vez en 1922 en el cuento titulado "The false Burton Combs" de Carroll John Daly. Aquí una muestra: “No soy un ladrón, sólo un aventurero que se gana la vida trabajando contra los que quebrantan la ley. No es que trabaje con la policía; no, no soy de ésos. Tampoco soy un caballero andante... Pero, como digo, soy un aventurero.
“Verán que soy un tipo de persona situada en el centro; ni un ladrón ni un policía. Ambos me miran con recelo, aunque los ladrones no suelen saber que voy tras su pellejo. Y la policía... bueno, a veces ellos se me acercan bastante, pero tengo que correr el riesgo”.
VULGARES Y TOSCOS.
Con este nuevo relato nacía además un nuevo lenguaje, el de las calles, con el que se comunicaban los gángsters y que se caracterizaba, en palabras de Ruhm, por ser “vulgar, incorrecto, tosco, a veces ingenioso y siempre rudo. Era un lenguaje que podía ‘llegar a decirlo casi todo’ como sostenía Raymond Chandler”. Esto le daba un realismo a los relatos y determinó, hasta nuestros días, el modo de escribir literatura negra.
Los cuentos fueron aceptados por un público de un amplio rango: estudiantes, profesionales, guionistas y escritores, quienes le aseguraron su éxito hasta el último número, publicado en 1951, con ventas aproximadas de 175 mil ejemplares. De eso se perdieron Mencken y Nathan, quienes seis meses después de fundar la revista la vendieron en 12 mil 500 dólares.
Su primer editor fue una mujer llamada Frances M. Osborne. Luego estuvieron George Sutton y después a P.C. Cody, quien publicó por primera vez a Daly, Gardner y Hammett. Sin embargo, fue Joseph T. Shaw, el editor de 1926 a 1936, el más celebrado por los escritores. Cuando murió, en 1952, fue calificado como el mejor editor de ficción policíaca del siglo XX”.
Actualmente algunas bibliotecas de Estados Unidos guardan contados números de Black Mask; los millones que se imprimieron en su tiempo se han perdido para siempre...
HAMMET Y CHANDLER COMIENZAN A ESCRIBIR
Dentro de las páginas de Black Mask, Dashiell Hammett publicó todas sus obras importantes (incluidas todas sus novelas a excepción de El hombre delgado) entre 1923 y 1932.
Su primer relato lo publicó en esta revista en 1922 bajo el seudónimo de Peter Collinson. Fue Hammett quien descubrió un mundo obsesionado por la violencia, con la codicia y el poder como objetivos. Asimismo, devolvió el crimen a las personas que lo cometían por razones y con las herramientas que tenía a la mano; reintegró el crimen al callejón.
Por su parte, Raymond Chandler publicó ahí su primeros seis relatos, de un total de 23 que escribió en toda su vida, y fue ahí donde prefiguró a su personaje Philip Marlowe, pues gran parte de los relatos que presentó para Black Mask, los utilizó después para escribir las novelas en las que aparece el detective.
Chandler se ejercitó en el idioma vernáculo norteamericano “para jugar con un lenguaje nuevo y fascinante”, además de que sacó el crimen del callejón y demostró que la moralidad estaba corrompida en todos los estratos de la sociedad, no solo en los bajos fondos a los que Hammett se había limitado.

Robert Bloch, el autor que despertó el amor por los psicópatas en la literatura

La mirada amable y el carácter siempre gentil de Robert Bloch (Chicago, 1917-Los Ángeles, 1994) nunca concordaron con las perversas y retorcidas historias que su mente produjo. Divertido y pacífico, el escritor estadunidense siempre mostró en sus relatos el lado más oscuro del ser humano y su predilección por la violencia.
Así lo hizo en prácticamente toda su obra, hasta el día de su muerte, ocurrida el 23 de septiembre de 1994, luego de una prolongada lucha contra el cáncer. Injustamente reconocido como “el autor de Psycho” —que fue adaptada al cine por Alfred Hitchcock en 1960—, Bloch muestra una continuidad muy clara en sus novelas: la utilización del psicópata asesino como protagonista de sus relatos.
A través de ellos es que surgen actos netamente violentos, sin ningún móvil aparente, que por supuesto no eran exclusivos de la ficción. Alguna vez señaló el mismo Bloch: “La violencia masiva de la Segunda Guerra Mundial me condujo a examinar la violencia y sus fuentes a nivel individual”.
Así se observa en The Scarf (1947), su primera novela, en la que narra la historia de un frío asesino. Sobre esta obra —escrita en primera persona— existe la anécdota de que en uno de los capítulos, el protagonista tiene una “fantasía sádica”: imagina lo que sentiría si subiera con su rifle a la terraza de un edificio y comenzara a disparar al azar a la gente que pasara.
Los editores insistían en que había que eliminar esa parte por ser totalmente inverosímil. Por desgracia estaban equivocados. El personaje resultó ser más real de lo que nadie hubiera deseado. “Hoy, yo soy quien ha reído al último, aunque mi risa no sea precisamente de alegría”, apuntó Bloch.
En 1967 escribió: “Tras veinte años, he revisado naturalmente el libro para poner al día algunas expresiones y referencias. Pero mi protagonista no ha necesitado ningún cambio; el paso del tiempo ha hecho el trabajo por mí. Hace veinte años lo describí como un monstruo y hoy surge como un antihéroe. “Porque la violencia vive hoy por sí misma; la violencia que yo he examinado, y a veces proyectado y predicho, se ha convertido en una realidad aceptada y común. Para mí, eso es mucho más terrible que cualquier otra cosa que pueda imaginar”.
El escritor mexicano José Luis Zárate, autor del libro de ensayos En el principio fue la sangre, abunda al respecto: “Tal vez Robert Bloch no sea muy conocido, pero sí es increíblemente influyente, porque presentó por primera vez al psicópata como personaje principal. Se adelantó al gran amor que ahora le tiene la literatura estadunidense a la psicopatía”.
Bloch prosiguió con esos temas en las novelas Spiderweb (1954), The Kidnapper (1954), The Will to Kill (1954), Shooting Star (1958) y, por supuesto, Psycho (1959).
“Es muy interesante el hecho de que sus personajes psicópatas nunca se preguntan cuál es su rol dentro de la sociedad. No se dan cuenta de nada; incluso se extrañan de que la gente no quiera que sigan matando. En este sentido, Psycho fue un parte aguas en cuanto a su nueva concepción del mal”, estima Zárate.
El personaje de Norman Bates está inspirado en el asesino de Wisconsin Ed Gein, quien tenía una doble vida: por un lado era un joven tímido y cobarde, y por otro, un asesino cruel y despiadado que creó un laboratorio para cambiarse el sexo.
En su afán por ser mujer, comenzó a “vestirse” con la piel de cadáveres femeninos, que desenterraba en los panteones, mientras que con el resto de los cuerpos realizó algunas curiosidades: lámparas con pies, sillones con brazos, artesanías y ¡hasta bocadillos! Cuando fue descubierto, la policía describió la escena como grotesca.
EL ORIGEN
Para ese entonces, Bloch era toda una leyenda viva dentro del selecto grupo de escritores como Fredric Brown, Ray Bradbury y Henry Kuttner que, al igual que él, se movían exitosamente entre el género negro, el terror y la ciencia ficción.
Muestra de ello son los tres libros de cuento que había publicado por esos años: The opener of the way, Sea Kissed y Terror in the Night. El primer relato que publicó en su prolífica carrera fue “Lilies”, en 1934, para la revista amateur Marvel Tales, pero su primer relato como profesional fue “The Feast in the Abbey”, que apareció en la edición de enero de 1935 de la prestigiosa Weird Tales, en la que escribía H. P. Lovecraft.
Fue en esos años justamente cuando Bloch comenzó a intercambiar correspondencia con Lovecraft, con quien llegó a tener una buena amistad. Luego de un tiempo, con apenas 17 años, ingresó al llamado Círculo de Lovecraft al lado de maestros como Robert Howard, C.L. Moore, Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long, Donald Wandrei, Henry Cuttner y Arthur Machen.
Bloch siempre consideró a Lovecraft como la persona que le ayudó a convertirse en escritor. “Él lo hizo posible, y nunca le he dejado de estar agradecido”.
Según recuerda Bloch, de niño se alejó de los juegos y los amigos que gustaban de practicar el boxeo, el futbol o la lucha, (“formas de violencia aceptadas por los adultos”) para resguardarse en la lectura, el dibujo, el teatro y, sobretodo, el cine.“La versión muda de El Fantasma de la Ópera, con Lon Chaney, me aterrorizó a los ocho años de tal forma que me escondía debajo de la cama o en el armario, sin embargo, una parte de mí era lo suficientemente objetiva como para descubrir una fascinación en esta demostración del poder de la simulación.
Fue entonces cuando empecé a leer ávidamente relatos de violencia imaginaria”. Los restos de Bloch — quien escribió una veintena de novelas y más de 200 cuentos, además de su autobiografía que publicó en 1993— permanecen en el Westwood Village Memorial Park Cementery de Los Ángeles, California.
EL HOMBRE QUE ASESINÓ A H.P. LOVECRAFT
En 1935, Robert Bloch, con sus primeros cuentos publicados en Weird Tales, cometió la osadía de asesinar al mismísimo H. P. Lovecraft , su mentor literario. El crimen ocurrió dentro del cuento The Shambler from de stars. En él, un místico de Providence, en clara referencia a la figura de Lovecraft, muere al recitar imprudentemente un pasaje del libro De Vermis Mysteriis.
Por supuesto, antes de llevar a cabo semejante empresa le solicitó permiso a Lovecraft para matarlo. La idea fue bien recibida: “Certificó que Robert Bloch queda plenamente autorizado para retratar, matar, aniquilar, desintegrar, transfigurar, metaformosear o bien maltratar al abajo firmante en el cuento The Shambler from the stars”, escribió Lovecraft.
Pero ahí no acabó todo. Posteriormente, Lovecraft mató a Bloch en el cuento "The Haunter of the dark". El personaje que lo aludía aparece bajo el nombre de Robert Blake y muere víctima del ataque de una criatura sobrenatural.El juego macabro se cerró con un tercer relato de Bloch el que aparece Lovecraft narrando la muerte de su amigo, un tal Robert Blake.

13 septiembre 2007

Nota roja, la fascinación de la sociedad tras la revolución

La fotografía, de autor desconocido, tiene el mismo efecto que un puñetazo en la cara. Peor que eso. Es como un golpe certero al inconsciente que nos recuerda nuestro “lado perverso”, nuestra condición de asesinos naturales y nuestra fascinación por la violencia.
La imagen muestra un hombre tendido en el suelo. Su cuerpo, torcido y con una herida mortal en la cabeza, está rodeado por varios mirones. Todos muestran su espanto ante la escena, aunque también su tranquilidad por no ser ellos los infortunados. De todas las miradas, una se olvida del muerto para observar al fotógrafo. Es la de un hombre que, cruzado de brazos, parece preguntar: “¿lo disfrutas? ¿gozas lo que ves?”.
La placa—que pertenece al archivo Casasola— da cuenta de los tiempos violentos que se vivieron una vez terminada la revolución y que acapararon las secciones policiacas de los periódicos. Eran los años veinte y treinta. Miles de indígenas —la mayoría lisiados— decidieron probar suerte en la incipiente aunque “moderna” ciudad de México.
Sin embargo, las oportunidades eran pocas... Muchos andaban desempleados o, en el mejor de los casos, aseando calzado y vendiendo baratijas. La ciudad comenzó a crecer sin control. Los ricos, en colonias ordenadas y seguras, mientras que los pobres en zonas marginales, bajo el desinterés de las autoridades y con la pobreza y el hambre como aliados.
Y aunque la pobreza no convierte a nadie en asesino (los ricos también matan), sí provocó un choque con los otros, los pudientes. Esa era la realidad de la ciudad, dividida profundamente entre ricos y pobres, aunque los muralistas Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco se esmeraran en plasmar una unidad nacional.
Aunado a esto, “la modernidad mexicana incorporó oscuros impulsos relacionados con la faz caótica de esa misma modernización, provocó sensaciones de espanto y una fascinación por la violencia y la potencia destructiva de la nueva edad mecanizada”, ha dicho el especialista Jesse Lerner.
Los periódicos amarillistas no perdieron el tiempo y se dieron vuelo explotando ese miedo popular a la modernidad. De hecho, el ferrocarril, uno de los transportes más importantes de la época, se convirtió en una fuente para los reporteros asignados a cubrir nota roja. Nunca faltaban descarrilamientos, atropellos o suicidios en plena vía férrea.
La gente aprendió que el tren, además de un seguro medio de transporte, servía para otras nobles causas. Pero eso fue sólo el principio. Los machetes y palos se cambiaron por navajas y pistolas, dando un nuevo significado al crimen, como lo reflejó el diario El Universal por aquellos años:
“México ya no es una ciudad provinciana, amable, acogedora, sino un centro cosmopolita, donde también la criminalidad, que antes andaba en pañales, ha crecido y madurado. Conan Doyle, Capitán Mayne Reid y otros devotos de novelas de detectives no miran despectivamente a estos pícaros latinos afilados de hoy, a quienes aceptamos como producto legítimo y natural de estos tiempos avanzados”.
Además de los asesinatos comunes, habría sucesos impactantes como los del Goyo Cárdenas, el primer asesino en serie mexicano (o por lo menos el primero del que se tiene registro), así como los crímenes de la “señorita México” María Teresa Landa y de Alberto Gallegos. Todos oportunamente retratados por la prensa. Desde entonces, la violencia no ha dejado de crecer. Múltiples asesinos acaparan diario las páginas de los periódicos, siempre más crueles que sus antecesores. ¿No locreen? Abran la edición de mañana y compruébenlo.

Alfred Hitchcock, maestro del cameo

Alfred Hitchcock (1899–1980) es quizá el cineasta más conocido de todos los tiempos; su figura regordeta y rostro serio son inconfundibles incluso para el no cinéfilo, que lo llega a ubicar con la misma facilidad con la que reconoce a Charles Chaplin o Buster Keaton. Pero ellos eran actores y Hitchcock... bueno, se supone que debería estar detrás de cámaras. Sólo se supone, porque en realidad apareció en muchas ocasiones en pantalla, ya sea en la publicidad de sus películas, en la presentación de sus dramas televisivos (con su clásico Good evening), en sus innumerables cameos (aparición breve) dentro de sus filmes, además de que se encargó de difundir su autocaricatura. Pero, ¿por qué lo hacía? Muchos aseguran que era tan grande su ego que no pudo evitarlo. Posiblemente tengan razón, hay verdad en ello. No obstante, la respuesta va más allá y tal vez se encuentre en sus inicios como director cuando formaba parte de “El Club del Odio”, un grupo de amigos que hacían crítica de cine. En una ocasión se formuló la siguiente pregunta: ¿para quién se hacen las películas? Mientras otros respondieron que para los productores o el público, Hitch, como él mismo se hacía llamar, no dudó en decir que para “la prensa”.Decía que la prensa influía en el público, el cual a su vez influía en los distribuidores y exhibidores. “Nosotros (los directores) somos los responsables de que una película triunfe. La mente del público asocia el nombre del director a un producto de calidad. Los actores van y vienen, pero el nombre del director permanece indeleble en la mente del público”, citó Hitchcock. Su autopromoción, pues, era parte de un “sello de garantía”, de que lo que verían sería un “producto hitchcockiano” de alta calidad. Incluso, dentro de esta autopromoción, su crédito siempre aparecía encima del título de sus películas. A esto se añaden la revista y una serie de antologías que, por supuesto, llevaban su nombre en letras enormes. APARICIONES. Hablando de sus cameos —33 en 53 películas—, la primera la hizo en The lodger: a story of the London Fog (1926), su tercera película. De hecho, aparece en dos ocasiones: sentado en una sala de redacción de espaldas a la cámara y con una gorra apoyado en una reja. Según Hitchcock, estos dos cameos se debieron a que necesitaba que alguien llenara un espacio vacío, y como no había quién lo hiciera pues lo hizo él mismo. Sin embargo, lo que surgió como una necesidad pronto se convirtió en el sello del director y en un guiño para sus seguidores. Sólo así se explica que lo viéramos caminando, leyendo, en traje de aristócrata, como fotógrafo, músico o intentando ver un cadáver.Su segunda aparición la hizo, ya sin necesidad alguna, en Blackmail (1929), en la que un niño lo molesta mientras intenta leer en el metro; Hitchcock termina reprimiéndolo con un sombrerazo. Con este cameo hace evidente además su particular sentido del humor, que después imprimiría en sus siguientes tomas. Un ejemplo de esto sería North by Northwest (1959), en la cual corre para tomar el autobús, que al final le cierra la puerta en las narices; The birds (1963), en la que sale de una tienda de mascotas con dos terrier escocés, sus perros en la vida real: Stanley y Geoffrey; o Topaz (1969), en la que va en una silla de ruedas empujada por una enfermera (Peggy Robertson, su asistente durante muchos años) y luego, sorpresivamente, se levanta para saludar a un conocido. Se hicieron tan famosas sus apariciones que el público, apenas iniciada la película, comenzaba a buscarlo. “¿Dónde está Hitchcock? ¿Ya lo viste?”, se preguntaba. El entusiasmo por encontrarlo era tal que se distraía fácilmente de la trama de la cinta. Para evitarlo, Hitchcock decidió aparecer lo antes posible —en los primeros cinco minutos—, para que, una vez saciada su curiosidad, se concentrara en la historia. INGENIO. Algunas veces era muy fácil identificarlo, sobre todo cuando hacía algo más que simplemente pasar frente a la cámara, como en Strangers on a train (1951), en la cual sube al tren con un contrabajo que es más grande que él, o en To catch a thief (1955), en la que viaja al lado de Cary Grant, quien lo mira extrañado. Sin embargo, no siempre era sencillo verlo, sobre todo en las cintas que se rodaban en una sola locación. Si la película se desarrollaba en un mismo lugar, ¿en qué momento podría hacer su aparición?En el caso de Lifeboat (1944) sorprende el ingenio. En el periódico que lee Gus (William Bendix) aparecen dos fotografías de Hitchcock (uno obeso y otro delgado) como muestra de que Reduco, un producto adelgazante, sí funciona. En Rope (1948) la situación es similar. La historia transcurre en un solo día en un pequeño departamento. Según Guillermo del Toro, en su libro Alfred Hitchcock (Universidad de Guadalajara), aparece muy al principio caminando por la calle, antes de que la cámara entre a la casa. No obstante, la toma está muy lejos y el hombre aparece de espaldas. Imposible saber si es Hitchcock. Lo cierto es que, en el transcurso de la película, mientras va anocheciendo y las luces de la ciudad comienzan a verse por el ventanal, aparece un anuncio de neón de su caricatura. En Dial M for Murder (1954) también es difícil hallarlo: aparece unos cuantos segundos, pero ¡en una fotografía! En su única comedia The trouble with Harry, se le ve caminando a lo lejos (es necesario pausar el filme para detectarlo). En Rear Window (1954) da cuerda a un reloj en el departamento de un compositor, mientras que en Psycho (1960) aparece de espaldas con un sombrero texano. La última aparición de Hitchcock fue en Family Plot. Ahí se observa su silueta en el registro público pidiendo dos certificados de defunción. Al final todo dio resultado. Hitchcock se convirtió en una estrella y su figura la del cineasta más conocido de todos los tiempos.

Ríe, payaso, ríe. Sube al escenario y divierte a la gente, corre, haz muecas y gracejadas, aunque estés destrozado por dentro, aunque tu corazón esté partido...

11 septiembre 2007

Editores impiden despegue de la ciencia ficción en México

La ciencia ficción, a diferencia de cualquier otro género literario, tiene sus miras en el futuro de la humanidad, en nuestro porvenir como especie, aunque sus historias se ubiquen en la Luna, Júpiter o una galaxia lejana aún no bautizada, y pese a que sus protagonistas no sean siempre humanos, sino monstruos marinos o seres mutantes.
Paradójicamente, este género “sobre el futuro” no tiene un futuro promisorio en México, donde las editoriales lo siguen considerando como literatura “para niños” que desatiende problemas torales del país, como si eso le restara mérito a un producto literario que, por otro lado, inserta en sus tramas agudas reflexiones sobre racismo, religión y política, por mencionar algo.
Para Alberto Chimal, quien ha cultivado el género en diversas narraciones, lo que sucede es que “las editoriales mexicanas consideran a la literatura de ciencia ficción como un subgénero poco serio y ajeno a la realidad nacional, cuando su tarea es precisamente otra”.
“La ciencia ficción es una rama de la literatura fantástica que debe proponer algo distinto a la realidad, ya que lo fantástico no funciona si no pone en crisis la noción comúnmente aceptada de lo real. Tiene la obligación de llevar a cabo esa infracción”, explica Chimal, quien imparte un taller de narración en la Universidad Iberoamericana.
“Desgraciadamente ha persistido la idea de que al tratarse de un género importado, la ciencia ficción es literatura efímera, de consumo y por lo tanto desechable”, agrega el autor de la antología Viajes celestes. Cuentos fantásticos del siglo XIX (Lectorum, 2006). Pero, a decir de Chimal, no sólo las editoriales han adoptado esta falsa idea. También algunos círculos académicos insisten en mantener este prejuicio, provocando una disminución en la publicación de títulos del género.
“Se cierran bastante proyectos, diría yo; después de todos estos años, sigue siendo un problema ser considerado escritor de ciencia ficción. Incluso hay veces que se utiliza como insulto”. Para el escritor poblano José Luis Zarate el escenario tampoco ha sido promisorio. Igual que tantos otros, ha tenido que enfrentar duras batallas para dar a conocer su trabajo. Muchos de sus libros los ha publicado en diferentes editoriales (la mayoría independientes).
“Lo que sucede es que en México la ciencia ficción no es un género aceptado por el establishment editorial. De hecho, me ha sido más fácil publicar en España que lograr que aquí un editor lea mi material”, opina Zarate quien agrega resignado: “Pero no me importa, yo sigo escribiendo lo que quiero aunque no deseen publicarlo”.
Lo mismo pasa con los autores clásicos. Pues las colecciones de ciencia ficción en español que retoman obras de autores como Isaac Asimov, Ray Bradbury, Stanislaw Lem, Jack Williamson, Stanley Weinbaum o Murray Leinster, provienen en su mayoría de sellos españoles.
EDAD DE ORO.
Chimal lamenta que actualmente la ciencia ficción mexicana tenga muy pocos representantes, dejando sin continuidad la obra de autores como Horacio Porcayo, Aldo Alba, Ricardo Guzmán Wolffer, Blanca Martínez, Jorge Cubría y el mismísimo José Luis Zarate.
“La mayor parte de los escritores jóvenes que podrían continuar la obra de estos autores, se han decidido por otras vertientes, como el realismo sucio, literatura que no tiene relación con la especulación sobre el futuro y las posibilidades de la existencia.
Al contrario, trata sobre la carencia del futuro, la frustración, la aniquilación de las perspectivas y la destrucción de estas ideas del progreso que tuvieron tanta vigencia en el siglo XX”.Atrás quedaron los años, allá por la década de los 90, cuando se vivió el último gran movimiento de ciencia ficción en México.
“Desde entonces desaparecieron las colecciones dedicadas al género, provocando que los autores se desarrollaran en narraciones de otro tipo”. Y con ellos, se fue la crítica que caracterizó sus textos. “Las obras mexicanas son reconocidas por tener una mayor carga política en comparación con la de otros países, ya que al no situarse en un país productor de tecnología, el género sirvió para cuestionar los abusos de la tecnología existente y su repercusión dañina sobre las grandes masas”.
REVISTAS ENTRAN AL QUITE
José Luis Ramírez escribe en el ensayo Revistas de ciencia ficción mexicana, publicado en el sitio especializado www.ciencia-ficción.com.mx, que los autores de nuestro país han publicado su trabajo mayormente en revistas, no en libros, “debido, en principio, a una tradición creada en Estados Unidos por las Pulp Fiction, revistas donde se publicaban historias de romance y aventuras”.
La primera revista dedicada exclusivamente a la ciencia ficción fue Amazing Stories, creada en 1926 por el escritor Hugo Gernsback. Después vendría otras como Astounding Stories, Wonder Stories, Thrilling Wonder Stories y Galaxy.
En México —escribe Ramírez en su ensayo— las primeras revistas fueron Emoción (1934) dirigida por Alfredo García y Los cuentos fantásticos (1948) y Enigmas (1955), dirigidas por Bernardino Díaz, que publicaban básicamente cuentos extranjeros. “Más tarde, y de aspecto meramente experimental más que de ciencia ficción, aparece en México la revista Crononauta (1964) de Alejandro Jodorowsky y René Rebetez, que se anuncia a sí misma como Revista Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía y es, quizás, la primera en publicar sólo textos escritos originalmente en español”. Poco después se distribuyó en nuestro país Nueva dimensión y en los 70 le tocó el turno a Espacio de Carlos Jaumá Guix.
“No es sino hasta las décadas de los 80 y 90, que comienza a publicarse ciencia ficción mexicana en forma periódica, primero en las páginas de la revista Ciencia y desarrollo (1970) y posteriormente en la revista Umbrales (1992), dirigida por el autor y editor Federico Schaffler.
Fueron estos espacios —junto con la publicación de Asimov en español que se editó en 1994— los que consolidaron el movimiento de ciencia ficción mexicana, cuyo trabajo quedó sintetizado en los tres volúmenes de la antología Más allá de lo imaginado (1991-1993), dirigidas por el mismo Schaffler” . Actualmente no existe una revista significativa del género.