30 junio 2010

Alarma! llega al número 1000!!!

Juan Carlos Aguilar García
Para 1963, los mejores tiempos del temible capo Vito Genovese habían quedado atrás. Luego de ocupar el peldaño más alto en la Cosa Nostra y de tener una gran influencia política, presenciaba la llegada de una nueva camada de jóvenes mafiosos –con un método mucho más siniestro– en la cual él ya no tenía cabida.
El mundo del hampa (y el mundo en general) llegaba a niveles de violencia que ingenuamente se creían inalcanzables. Ese mismo año, por ejemplo, nos enteraríamos del asesinato del presidente John F. Kennedy. Se respiraba, pues, un aire enrarecido que, seis años después, terminaría por contaminar completamente un tal Charles Manson con sus atroces crímenes en la mansión de la actriz Sharon Tate, en Beverly Hills.
En México, las cosas no eran muy diferentes. La gente aún se estremecía al recordar los escabrosos asesinatos de Gregorio Goyo Cárdenas, El estrangulador de Tacuba, cometidos a principios de la década de los cuarenta.
Este apenas sería uno de los innumerables casos que se vivirían en el siglo XX, tan pródigo en terribilísimas historias de crímenes. Vendrían después casos escabrosos como los del desequilibrado Higinio Sobera de la Flor, el del luchador Pancho Valentino, el mata curas, y uno más que paralizaría a todo un país: Las Poquianchis.
LLEGA ALARMA!
En este contexto fue que surgió, el 17 de abril de 1963, el semanario Alarma!, dirigido por Don Carlos Samayoa Lizárraga. Desde su aparición, se convirtió en la más emblemática de las de su tipo. Heredera de publicaciones como Crimen, Alerta, Manos arriba y Magazine de Policía, esta nueva publicación se caracterizó desde el principio por su contundencia, al llevar lo sangriento a niveles demenciales.
Su sello distintivo: fotografías extremadamente crueles. Son bofetadas al inconsciente que nos recuerdan nuestra fascinación por la muerte. Cuerpos calcinados, mutilados, ¡sin rostro! Todo a página completa y con el mayor acercamiento posible. La contundencia también se apreciaba en su logotipo: la palabra “alarma” escrita con un dedo sangriento ante el cual nadie puede mantenerse inmune. Y abajo, la leyenda que no deja lugar a la duda: “Únicamente la verdad”.
Por sus páginas lo mismo han desfilado asesinos en serie, ladrones, funcionarios, maniáticos, amas de casa, niños e incluso animales, en un siniestro ejercicio de democracia: en determinado momento, cualquiera (incluso tú, que lees esto ahora) puede ocupar algún espacio entre sus secciones; no se discrimina a nadie por más inocente que se pretenda ser.
Así ha sido en este casi medio siglo de historia, sólo con una interrupción de cinco años –de mayo de 1986 a junio de 1991–, tiempo durante el cual no se publicó la revista. Fuera de esa suspensión, todo ha sido un fiel espejo del lado oscuro del hombre y de lo que éste es capaz de hacer en circunstancias límite.
Así se puede advertir en la edición que tiene el lector en las manos, la número mil, tal y como se pudo leer también en el primer número, hoy clásica, por la cual muchos lectores estarían dispuestos a pagar varios miles de pesos.
¿Cuál fue la portada de ese primer número? ¿Qué informó en aquel entonces el semanario policiaco más importante del mundo?
LA PRIMERA PORTADA
Se trató de la historia de una ex vedette venida a menos que de un día para otro fue recluida en la cárcel de mujeres, acusada de contrabandear casimir inglés.
Raúl Suárez, el reportero que cubrió la nota, escribió: “En las páginas siguientes encontrará el lector una versión completa del sensacional caso de una linda y joven mujer que fue artista, comerciante y hoy, presa”.
Su nombre era Aida Araceli Farrera Carrasco, quien gozó de las mieles del éxito “en la época del desnudismo en el cine gracias a su maravilloso cuerpo y a su distinguida presencia que la llevó al mundo de las cámaras y las tablas”.
Sucedió que luego de su paso por el medio artístico, del cual se retiró debido a la crisis del medio, decidió incursionar como comerciante.
No contaba con que agentes de la Procuraduría de la República catearían indebidamente su casa, y que luego sería conducida a una cárcel preventiva, para finalmente ser recluida en la cárcel de mujeres de Iztapalapa, sin siquiera ser enjuiciada.
El reportero sacaba jugo de esta sensacional historia al redactar del siguiente modo: “La escultural y bella ex vedette estaba acostumbrada a las candilejas, al bullicio de los públicos y al esplendor de la popularidad. No obstante, hoy en su entorno todo son sombras, rejas y silencio”.
En tanto, la ex vedette clamaba justicia: “Soy inocente, soy inocente. Esto es un error. Confío en la gente y la justicia, pues tengo la documentación de los casimires. Esto no es más que una experiencia más en mi vida y no me dejaré oprimir ni abatir por las circunstancias”, afirmaba en entrevista la demacrada Aida.
Con esta peculiar nota, que hoy no podemos dejar de calificar como ingenua, daba inicio todo un estilo periodístico para abordar los acontecimientos policiacos.
Un estilo liderado por el maestro Samayoa Lizárraga, autor del celebérrimo “Matóla, violóla y encostalóla”, que hasta la fecha conserva el actual director.

27 junio 2010

Miedo de campeón!!!

Juan Carlos Aguilar García
Visto a la distancia, Joe “The Hammer” Hamilton era un hombre colosal. Su cuerpo entero era una mole de más de 120 kilos construida sólo de músculos. Era tan fuerte que una buena combinación de sus puños hubiera sido mortal para cualquier ser humano. Visto así -y no podía verse de otro modo- era tan peligroso como una Beretta 9mm colocada en medio de nuestros ojos por un maniático.
Sin embargo, a una corta distancia, esa fortaleza mostraba fisuras: su rostro, con una hinchazón que ya formaba parte de su fisonomía, tenía cicatrices profundas, huellas indelebles del tortuoso camino que había elegido para resarcir las carencias que padeció en la infancia. En el box hay dinero, y mucho, le habían dicho. Así que no lo pensó dos veces y al día siguiente abandonó la escuela para ponerse a entrenar como una fiera desbocada. Tenía 14 años.
Sólo que ahora esa fiera comenzaba a cansarse. Más que eso. Estaba herida de muerte y cada día le costaba más disimularlo. Ya no era el chico de pegada durísima y movimientos rápidos. Era ágil, por supuesto, y fuerte, muy fuerte, pero no tanto como para enfrentar a un “toro” como él pero veinte años más joven.
Abajo del ring, le hubiera ganado con una mano a quien se le pusiera enfrente, pero arriba era otra cosa. Un golpe bien conectado de un peso completo, podría mandar al otro mundo y sin escalas a cualquiera. Él mismo había realizado tal proeza (si es que así puede llamársele) en un par de ocasiones, durante las dos primeras defensas de su título de peso completo.
Había luchado tanto por ese cinturón que no estaba dispuesto a perderlo tan fácilmente. “Quien quiera arrebatármelo, antes tendrá que matarme”, le gustaba declarar ante la prensa.
Literalmente fueron peleas a muerte. La primera de ellas, contra Arthur Lee, “El aniquilador”, terminó en el octavo round. Joe Hamilton soltó su furia desde el primer asalto y no bajó el ritmo ni un instante. Durante los 24 minutos que suman los ocho asaltos no dejó de mandar golpes sobre la humanidad de Lee… hasta que, luego de un poderosísimo gancho al hígado, lo mandó fuera del ring. Murió cinco minutos después con los órganos totalmente destrozados.
La otra pelea fue contra Roger Scott. Esta vez la estrategia de “The Hammer” (El martillo) fue machacar la cabeza de su contrincante. En los 12 rounds no dirigió un sólo golpe al cuerpo, todos fueron al rostro. Terminó con los ojos botados, totalmente fuera de sus orbitas, la nariz metida en el rostro y la quijada hecha añicos. Murió luego de 30 días de agonía en el hospital. Su familia lo reconoció solo por el diente de oro que adornaba su sonrisa.
MIEDO DE CAMPEÓN
Pero todo esto eran sólo buenos recuerdos de una época que se le escurría como arena entre las manos. En todo este tiempo él no había salido muy bien librado. Su nariz, completamente deformada, tenía múltiples fracturas que durante los últimos años le habían impedido una buena respiración. A todas horas se sentía sofocado, constipado, lo cual lo obligaba a respirar por la boca.
Sus puños lucían afectados por los miles de golpes que había repartido a lo largo de los veinte años que tenía como profesional. Deformes y con las venas saltadas, ya no tenían la misma fuerza de antaño y él lo sabía. Se sentía débil y con la misma sensación que se tiene cuando se anda con el estómago vacío.
Ahí, parado delante del espejo de cuerpo completo, por primera vez tuvo miedo. Mucho miedo. En una hora realizaría su pelea 112, a la que llegaba con un récord sorprendente: 108 encuentros ganados (96 por nocaut), tres empates y sólo una derrota: Jim Tyler había sido el único que le había hecho ver su suerte. No sólo le quitó lo invicto, sino que fue el primero que logró derribarlo. Él y Tyler volverían a enfrentarse esta noche y ese era el origen de su miedo.
LA PELEA DE SU VIDA
Joe Hamilton entendía que había comenzado su caída. Podría perder el título y luego encharcarse en una racha de derrotas que lo hubiera obligado a tocar fondo. Como retador, su sueldo se reduciría a la mitad e incluso comenzarían a programarlo en plazas poco importantes. Sería más una atracción de circo que “The Hammer”, el invencible. Los niños pedirían tomarse una foto con “el viejo” Hamilton y él, con la necesidad en el estómago, lo haría con mucho gusto hasta por medio dólar.
Por eso esta pelea era la más importante de su vida. Si ganaba, las cosas podrían ser muy diferentes, ganaría unos cuantos millones de dólares más y luego se retiraría dignamente. Algo que se antojaba complicado si se veía el historial de Tyler, que era más discreto pero igual de increíble: 57 peleas: 56 ganadas por nocaut, y una derrota contra Hamilton, quien le ganó por decisión.
Tyler sabía perfectamente que para superar al maestro tenía que matarlo. Eso es lo que quería hacer esa noche, era su más anhelado sueño.
En unos minutos, las bestias se aniquilarían en uno de los más sangrientos combates de la historia del box.
Tyler estaba listo. Tenía una condición física perfecta y no adolecía absolutamente de nada. Era una máquina asesina…
Hamilton, por su parte, se sentía algo débil, aunque con la confianza de tener 55 peleas más de experiencia. Sabía cómo conservar su energía para cuando en verdad la necesitara. No era tan rápido, pero tenía un excelente movimiento de cintura. Todo estaba bien, excepto por ese cosquilleo en las manos que no lo dejaba en paz.
Al final se olvidó de todo, se puso su bata de seda azul y salió de su camerino para enfrentar su propio destino…

17 junio 2010

Estrella de YouTube!!!

Juan Carlos Aguilar García
De pie, con el rostro cubierto con un pasamontañas, el hombre no para de golpear a la víctima con fuerza. Una y otra vez, sin descanso, sus puños se estrellan en el estómago de aquel narco de tercera categoría, muy abajo en la enorme red de quienes conforman este mercado. Luego patadas y más puñetazos, sin piedad ni dirección: en el estómago, en la espalda, en la cabeza… en su sonrisa desdentada…
Lo hace con mucho rencor, aunque es la primera vez que lo ha visto. Y es que en este negocio no es preciso conocer a la persona para odiarla en cuerpo y alma; basta con saber que es de “los otros” para que el rencor se incube en el cerebro y al final salga por los puños, como sucede ahora con el encapuchado.
– ¿Para quién trabajas hijo de la chingada?, grita el victimario con esa voz que rompe el monótono sonido de los puños golpeando aquel costal de piel y huesos.
– Para Enrique Saldívar.
–Repítelo…
–Enrique Saldívar.
El encapuchado se detiene un momento, enmudece. Sus ojos casi se salen de sus orbitas y su boca queda completamente abierta, aunque esto nadie lo nota por el pasamontañas que cubre su ahora sorprendido (por no decir espantado) rostro. Sus puños se aflojan, ahora son como de plastilina y no podrían matar una mosca, ni siquiera alterar su vuelo.
Casi de milagro logra salir de su espasmo. Entonces en su rostro todo vuelve a su sitio y logra rehacer sus puños, que comprime con más fuerza y que lanza en tres ocasiones al amoratado rostro del pendejo dealer que creyó que esto del narco era cosa fácil.
El victimario se siente otra vez fortalecido, seguro. Entonces vuelve con su andanada de preguntas.
– ¿Dónde trabaja tu jefe?
–En Nuevo Laredo.
–Repítelo.
–Nuevo Laredo.
– ¿Cuándo planeaban atacar a nuestra gente?
–En tres días, en Monterrey.
–Repítelo.
– En tres días, en Monterrey.
LA LEY DEL NARCO
Esa fue la última pregunta. Después nada, ni un solo golpe más. Entonces el victimario –y esto la videocámara lo registra con lujo de detalle– saca un enorme cuchillo de una bolsa y lo muestra a la cámara. Luego se dirige al pendejo narquito de cuarta, que permanece con cinta canela sobre sus ojos, y le levanta el mentón.
El narquito es pendejo pero no tanto. Sabe que cuando eso ocurre, el interrogatorio terminó y que no le quedan más de dos minutos de vida. Entonces se retuerce y alza sus puños –también atados con cinta canela– en un intento por detener lo inevitable, por tratar de alejar ese filoso cuchillo de su cuello. Se retuerce y gime, chilla, pero a estas alturas nada lo salva.
Un solo golpe en la panza lo pone quieto. Es en este momento cuando el victimario le pone el cuchillo en su percudido cuello al pendejísimo vendedor de grapas que ni siquiera llega a ser un pez pequeño: es apenas un renacuajo. Lo de Enrique Saldívar nomás lo dijo porque pensó que eso le salvaría la vida, la verdad es que ni siquiera conoce al temible capo.
Al principio el encapuchado duda, aunque la verdad ni siquiera tendría por qué, pues su destino ya está escrito. Si mata o no a la víctima, de cualquier modo lo asesinarán, eso es un hecho, más si es gente de Saldívar. Le tocará estar sentado, atado de manos y de pies, y lo golpearán hasta el cansancio. Ya se ve madreado y hasta decapitado. “Nada más recuerda que de este negocio no sales vivo; un día te toca agasajarte, dirigir el pedo, pero al otro amaneces sin cabeza y ya. Esa es la ley del narco”, le advirtieron cuando se metió de sicario.
MENSAJE SANGRIENTO
Todos estos recuerdos se le agolparon en la mente antes de decir “ya valiste verga” y de cortar de un tajo el cuello del pendejete narquillo. Cuando lo hizo ya no se detuvo. Hizo un corte rápido y la sangre salió a borbotones. Repitió la operación dos veces más. Apenas cuatro segundos y el cuerpo quedó inconsciente; cuatro más y murió por desangramiento. No sufrió. Los espasmos del cuerpo eran sólo convulsiones naturales, nada más.
El encapuchado forcejea un poco con la tráquea, pero al final termina por quebrarse. Ya desprendida, agarra la cabeza de los cabellos y la muestra a la camarita. “Esto es lo que les va a pasar a todos los traidores”, dice, pero sabe perfectamente que el siguiente será él. Alguien le pone stop a la grabadora. Es hora de quitarse el pasamontañas.
Aunque está tranquilo, su rostro muestra miedo, mucho miedo. ¿Cuándo vendrán por él? ¿Y si en este preciso momento saliera huyendo? Tal vez podría burlar a la muerte…
¿Qué se siente cuándo un cuchillo corta el cuello? Tal vez ese sea el único dolor. Un balazo sería mil veces mejor. Ojalá que mis asesinos no lo hagan despacio, piensa.
ESTRELLA DE YOUTUBE
Sabe que la gente de ese tal Saldívar es extremadamente sanguinaria. De sus hombres son los miles de descabezados de mujeres y niños que aparecen cada semana en los periódicos. Ellos jalan parejo, aunque no estén metidos en este negocio.
Sabe también que Saldívar compra prácticamente a cualquiera, lo ha hecho así con hombres de cárteles enemigos. Posiblemente ya lo ha hecho con sus propios compinches. Por cierto, ¿dónde están sus compañeros?
Piensa en esto cuando sus dos cómplices, que apenas conoce, entran a la habitación. Vienen encapuchados. Uno de ellos trae en las manos una cinta canela. Lo invitan a sentarse en la misma silla que hace unos minutos ocupó el otro hombre. No se resiste, al contrario, colabora en todo lo que puede. Sabe que nada podría salvarlo. Además, se prometió que cuando llegara este momento no chillaría, eso nunca, sino, ¿qué dirían sus hijos cuando lo vieran en YouTube?