30 diciembre 2012

Es tarde para la vida pero no para la justicia: Jon Lee Anderson

Hace algunos días, durante su visita a nuestro país, el escritor y periodista estadounidense Jon Lee Anderson -corresponsal de guerra para The New Yorker- afirmó respecto de las miles de víctimas que dejó (y sigue dejando) la supuesta guerra que el gobierno de Felipe Calderón emprendió contra el narcotráfico: “Ya es tarde para la vida, pero no es tarde para la justicia”.

Activistas y defensores de derechos humanos coinciden que en algunos años, cuando termine esta pesadilla y los periódicos informen de la última muerte ligada a esta tragedia nacional, tendrá que venir forzosamente un juicio legal contra todos los responsables, tal y como sucedió en Argentina o Chile, por citar sólo dos ejemplos.

Pero ¿de qué se les enjuiciará a los culpables?, ¿cuáles serán sus cargos?, ¿cómo saberlo cuando el gobierno saliente ha procurado una serie de candados para que esa información quede reservada? O, peor aún: ¿cómo saberlo cuando la información simplemente no existe? No hay, por ejemplo, una cifra exacta de cuántos muertos y cuántos desaparecidos; cuántos inocentes y cuántos culpables.

Aquí es justo donde entra una pieza clave: el periodismo, fundamental para construir la memoria histórica de un país. Conscientes de esto, reporteros de todo México,  remando contra todas las adversidades, llevan a cabo dos labores importantísimas. Primero: realizan el conteo de víctimas y desaparecidos. Ya lo dijo el periodista Diego Enrique Osorno en estas mismas páginas: antes que nada es necesario conocer el tamaño del problema, saber dónde estamos parados, para después buscar las soluciones.

Y segundo: hacen la narración detallada de los hechos, a través de miles de crónicas, que además tienen la virtud de explicar por qué ocurrieron estos acontecimientos.
NARCOHISTORIAS

En los últimos seis años, ha habido un boom en la crónica periodística en nuestro país. Se han editado decenas de libros sobre el tema, desde distintas perspectivas y con diferentes niveles de calidad. Con el tiempo se sabrá cuáles son los clásicos que no debemos dejar de leer para comprender este ominoso capítulo de nuestra historia.

Sin embargo, algunos de estas obras se volvieron imprescindibles desde el momento mismo de su publicación. La primera de ellas es Los señores del narco de la periodista Anabel Hernández.

Publicado en noviembre 2010, el reportaje pone al descubierto las profundas y añejas complicidades de la clase política con el narcotráfico. Basada en una profunda investigación en la que tuvo acceso a documentos inéditos, testimonios de expertos en el tema, gente relacionada directamente con los cárteles de la droga y autoridades policiacas, la autora hace un exhaustivo recorrido por el tráfico de marihuana y cocaína desde la década de los setenta hasta nuestros días.

Hace cuarenta años, dice la autora, los roles estaban muy bien definidos: el gobierno controlaba a los narcotraficantes, a quienes incluso cobraba cuotas ya establecidas para permitirles cruzar la mercancía por todo el país. Había acuerdos claros en los que ambos bandos tenían jugosas ganancias.

Sin embargo, la ambición era mucha. Las cosas cambiaron en poco tiempo. En la siguiente década, los capos ya habían logrado no sólo corromper a algunas autoridades, sino que habían conseguido que se cambiaran de bando.

Con esto, sucedió que el poder del gobierno sobre los narcotraficantes se desdibujó, lo que derivó en la situación en la que ahora nos encontramos: capos que controlan su negocio y que además tienen tanto poder económico que les alcanza para tener también poder político. Son ellos quienes deciden quién gobernará municipios y estados. El gobierno, ahora, al servicio del narco. La llamada narcopolítica, que ha permitido que personajes como Joaquín “El Chapo” Guzmán se convirtiera en poco tiempo en uno de los narcotraficantes más poderosos del mundo. Con esta colusión de intereses, Anabel Hernández se pregunta: ¿existe realmente una guerra contra el narcotráfico?
























LOS ZETAS
Otro libro relevante por la cantidad de información (y revelaciones) que se encuentra en sus páginas es La Guerra de los Zetas del periodista Diego Enrique Osorno.
Publicada en este 2012, la obra reúne 14 crónicas, producto del largo recorrido que Osorno hizo por Tamaulipas y Monterrey, en su afán por seguir de cerca a la que es considerada una de las organizaciones más sanguinarias de los últimos tiempos.

Para el también autor de País de muertos es muy claro que esta supuesta guerra contra el narcotráfico es incitada por la misma clase política por los beneficios políticos y económicos que ésta trae. La guerra como un negocio lucrativo que nadie quiere detener y que contagia a la población.

“La violencia extrema no es desgraciadamente particularidad de uno u otro bando, está ya desbordada, porque tuvimos un presidente que irresponsablemente usó el tema del narcotráfico para resolver su crisis política, y permitió que se levantara toda una industria de guerra a la que no le interesa en lo más mínimo resolver el
tema del narcotráfico. 


“Lo que le interesa es mantener su maquinaria aceitada, funcionando, para que quienes la controlan sigan teniendo una importancia en el poder político y para que algunos también se beneficien económicamente. 

“A ellos no les importa que los Zetas desaparezcan ni nada; les importa mantener este planteamiento de que la violencia se resuelve con violencia. Esta dinámica hace que todos los grupos involucrados, e incluso los ciudadanos de a pie, se vuelvan muy violentos”, afirma Osorno.

Con diferentes perspectivas, el mensaje en el fondo es el mismo: ni olvido ni perdón para los responsables de los miles de muertos que marcaron de rojo sangre el sexenio de Calderón.

La memoria histórica está en cada reportaje, en cada crónica y en cada nota publicada sobre este tema. Ahí está la prueba irrefutable de lo que ocurrió y que no pocos involucrados ya empiezan a negar tajantemente. (Juan Carlos Aguilar García)

11 diciembre 2012

El hampa... confidencialmente


El periodista policiaco José Pérez Moreno, quien durante muchos años cautivó con sus crónicas a los lectores del periódico El Universal, escribía lo siguiente en el prólogo del libro El hampa… confidencialmente:

“El estudio del ‘caló’ con el que se comunican los delincuentes no es solamente útil en alto grado para la policía, sino también para el jurista, para el sociólogo, para el criminalista, y, en fin, para todos los hombres que por sus deberes o por sus disciplinas científicas tienen que habérselas con el bajo mundo”.

Justo esa es la intención de este peculiar manual, editado en 1955 por el Servicio Secreto, bajo la autoría del profesor Elgin Rod. El libro está dedicado “a todos los elementos policíacos en general, a cuya oscura y heroica labor debe la sociedad el tranquilo disfrute de sus vidas y sus bienes”. Y en la siguiente página, una sentencia para los capitalinos que ya desde entonces padecían las “destrezas” de malandrines y estafadores: “Prevenir a la sociedad contra la delincuentes, es servirla”.


Portada de El Hampa, editado en 1955 

CALÓ Y MALAS MAÑAS

La obra está dividida en dos partes: la primera contiene un amplio glosario, de la A a la Z, en el que se descifra el argot del “bajo mundo”. En opinión del autor, su aprendizaje debería ser obligatorio, pues eso permitiría combatir más eficazmente el crimen. Esto sin contar con que este “dialecto turbio” o “idioma infame”, como lo califica Elgin Rod, muchas veces iba acompañado de diferentes ademanes y contraseñas. Mal descifradas, el “gil” (la víctima) podría perder no sólo sus pertenencias, sino la vida misma.  

La segunda parte está dedicada a las diferentes argucias que utilizaban los malhechores para despojar de sus pertenencias al posible sacrificado. Según lo que se deseara robar, se ocupaba una herramienta diferente. Entre las más comunes se encontraban la “chorla” (llave falsa con punta en forma de cruz, útil para abrir chapas tipo Yale), la “espada” (pequeña tira metálica, ideal para abrir cerraduras), o el “santoniño” (barreta metálica que ayudaba a abrir candados).

Una vez elegida la herramienta más adecuada, se ejecutaba todo un plan maestro mediante el cual se timaba a la víctima sin ser, en la mayoría de las veces, golpeada o asesinada.

Así, estaba el “mete manos” (delincuentes de ínfima categoría, por lo regular niños, que deambulaban en los mercados), los “basteros” o “pungas” (carteristas que comúnmente operaban en los tranvías, ferrocarriles y camiones), o las “beatas balín” (mujeres disfrazadas de monjas que pedían limosna para el sostenimiento de causas inexistentes).     

Ahora que si lo que se buscaba era un saqueo mayor, lo mejor era ser “boquetero”   o “coscorronero”. Los primeros debían su nombre a que a punta ‘dea-cachetadas’ hacían un boquete en la pared, regularmente de una joyería o una sucursal bancaria, por el cual se introducían para concretar el robo. ‘Dea-coscorrón’ o ‘dea-tachuelazo’ eran los que hacían el orificio en el techo.

Los “cachuqueros” eran aquellos que se dedicaban a fabricar dinero falso, los cuales trabajaban en complicidad con los “voltiadores”, quienes se encargaban de ‘voltiar’ (circular) el dinero.      

Pero esperen, que las modalidades de hurto son muchas. Los “corniceros” o “posteros” son aquellos que entraban a comercios o casa habitación en altas horas de la noche. Su nombre se debe a que trepaban por las cornisas. También había “cristaleros”, “zorreros”, (los ‘zorros’ usaban zapatos con suela de goma para no hacer ruido) y “estucheros” (violadores de cajas fuerte).

La obra fue editada por el Servicio Secreto 


EL TIMO DEL BILLETE

Muchos, desde luego, eran los timos de los delincuentes, pero acaso uno de los más utilizados era el llamado: Timo del billete de lotería premiado. Aunque en la actualidad hoy nadie se tragaría semejante teatrito, en los años 50 muchas personas cayeron redonditas. Esta era la treta en palabras del propio Elgin Rod:

“Uno de los delincuentes aborda a la víctima y le pregunta por determinada calle, simulando ser extraño en la población; entablando plática le muestra un billete de la Lotería Nacional que figura como premiado en la lista de sorteos.

"Cuando el delincuente ha logrado avivar el interés de la víctima y también la codicia, entra a escena un segundo delincuente, quien aparentando ser un transeúnte común propone realizar una magnífica transacción con el “billete premiado.

"Para entonces, el dueño del billete ha expuesto desconocer la ciudad, el sitio donde se cobran los premios y la carencia de tiempo para realizarlo; finalmente, está dispuesto a perder parte del premio con tal de poderlo canjear por dinero inmediatamente.

"El segundo delincuente extrae billetes legítimos de su cartera y ofrece dar la mitad del costo de la transacción para adquirir el billete con un amplío margen de lucro, y acto seguido persuade a la víctima para que aporte otra cantidad igual, obteniendo así el “billete premiado.

"El segundo delincuente entrega el billete (que está dentro de un sobre) a la víctima y demostrándole su confianza, se cita en cualquier momento posterior para cobrar el premio.

"La mente codiciosa de la víctima ya planea cobrar y quedarse con el premio total, sin embargo es en ese momento cuando descubre que el sobre sólo tiene un billete balín que ha sido alterado o un billete ya pasado. La víctima, completamente sola de  nuevo, ha sido timada. No hay nada que hacer".  (Texto y fotos: Juan Carlos Aguilar García) 

04 diciembre 2012

Cine snuff: el aberrante mito que todos disfrutamos


En 1976, en Nueva York, los apasionados al cine gore quedaron enganchados a la publicidad de una extraña película que prometía lo que ninguna: “La cosa más sangrienta que jamás haya pasado enfrente de una cámara”.

Animados por la oferta, muchos de ellos decidieron entrar a la sala. 

No lo hubieran hecho. El gozo se convirtió rápidamente en pesadilla al percatarse del grado de violencia del filme. Terminaron asqueados y aborreciendo lo que acababan de ver.

Según sus propias palabras, lo espeluznante de la cinta no se encontraba en los litros y litros de sangre, sino en el asesinato real que ahí se cometía. Se trataba de la película Snuff, dirigida por el matrimonio Michael y Roberta Findlay -en colaboración con Horacio Fredriksson y Simon Nuchtern- que rápidamente empezó a ser comentada en los circuitos underground.

Nadie daba crédito. ¡Un asesinato real dentro de la cinta! Con este hecho iniciaba una de los mitos cinematográficos más terribles: el llamado cine snuff, que parte del hecho de que se asesinan a personas enfrente de una cámara, con el fin de comercializar el material.

En la actualidad, 36 años después de haber surgido el mito, aún hay algunos incrédulos que se esmeran por perpetuar esta idea. Aseguran tener conocimiento de los lugares donde es grabado este tipo de material: que si en una zona selvática de latinoamérica, en una playa virgen en Tailandia o en la mansión de un rico excéntrico.

Lo cierto es que hoy en día, especialistas del mundo entero coinciden en una cosa: todo fue una invención creada a partir de una ingeniosa campaña publicitaria que aseguró numerosos billetes para su creador.



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Jorge Grajales, experto en subgéneros “despreciados” –entiéndase el cine gore, slasher (de asesinos en serie) o de zombies- y responsable desde hace más de una década del ya mítico cineclub del Centro Cultural José Martí, señala de manera contundente: “El cine snuff no existe. Curiosamente es uno de esos mitos que el mismo cine se ha encargado de alimentar y retroalimentar”.

Y hace un poco de historia: “La polémica empezó a mediados de los setenta cuando se decía que en algunos pequeños cines porno de la calle 42 de Nueva York, se proyectaban algunas películas en las que al final asesinaban a la protagonista. El rumor se empezó a difundir hasta que se convirtió en una leyenda urbana, porque hasta entonces nadie lo había podido verificar.
“Con todo ese barullo que se estaba armando, el productor Allan Shackleton vio una buena oportunidad para ganar dinero. Al borde de la banca rota, pudo comprar una película que el matrimonio Findlay —conocido dentro del mundo underground por realizar películas de extrema violencia— filmó en Argentina en 1971, basada en la matanza perpetrada por la secta de Charles Manson. La cinta era tan mala que jamás se estrenó.

“Shackleton le agregó una escena final en la que se ve cómo el supuesto director, una vez terminada la filmación, intenta tener sexo con la sonidista. Al ver que la cámara sigue encendida, ésta lo rechaza. Entonces el director comienza a golpearla, le abre el estómago y le saca las tripas. Segundos después la pantalla se va a negros, mientras se escucha que alguien pregunta: ‘¿Alcanzaste a grabar todo?’, mientras otra voz responde: ‘Sí, lo tengo. Vámonos de aquí’”.

Al final, no aparece ningún crédito, lo que refuerza la idea de que lo que se está viendo es verídico. Además, cambió el nombre de la cinta. De Slaughter (masacre) a Snuff (utilizado en su acepción de matar).

En el cartel publicitario aparecía el dibujo de una mujer ultrajada con las siguientes afirmaciones: “Snuff, la película que sólo pudo haber sido hecha en sudamérica, donde la vida es BARATA”, y “La película que decían nunca sería estrenada”.

Luego de intensas investigaciones, Shackleton tuvo que aceptar que todo fue un montaje y que no se había lastimado a nadie durante la filmación.

También se habló de algunas grabaciones que el asesino en serie David Berkowitz, bautizado como El hijo de Sam, realizó en 1977 con algunos de sus crímenes, con fines netamente comerciales. No obstante, hasta ahora nadie ha podido comprobar nada.

Ese mismo año apareció la cinta Last house on dead end street (La última casa del callejón sin salida), de Roger Michael Watkings, en la que se ve cómo mutilan a una mujer en una mesa de operaciones. Se trataba de otra cinta de violencia extrema, aunque sin muertos reales.

SEUDO SNUFF

Pero, ¿no es ser demasiado benevolente con el ser humano al creer que no existe el cine snuff? Muchas son las voces que dicen que cualquiera con una cámara en mano podría hacerlo. Tal vez sí, pero entonces se estaría hablando de cualquier otra cosa menos de cine snuff.

En este punto, Grajales es claro: “Cuando se habla de la existencia del cine snuff, se habla también de una industria, en la que se busca a personas para matarlas frente a una cámara, para después hacer un negocio con esas imágenes. De eso se trata justamente”.

Hay una diferencia, por ejemplo, con los psicópatas que han grabado sus asesinatos en video, para después deleitarse viéndolos una y otra vez. No es snuff porque no fueron hechos para comercializarse. En el caso inverso, están las muertes que son capturadas por la cámaras de televisión, con las cuales muchas veces se lucra, pero que de ningún modo propiciaron la tragedia para su registro.

Tal es el caso de imágenes de guerra, tortura, rituales caníbales, accidentes automovilísticos, incendios, etcétera. Este tipo de “chocomentales” pertenecen al subgénero conocido como Mondo, en el que se encuentran títulos como las italianas Perro Mundo o la famosa serie de Trauma.

“Lo más cercano al snuff, quizá, ocurrió hace como algunos años, en China. Un grupo de muchachas vestidas con trajes provocadores filmaban asesinatos de animales y lucraban con ello. Sin embargo, hubo una investigación y al final dieron con la mujer que hacía esto. ¿Por qué no pasa lo mismo con la industria del snuff? Simplemente porque no existe”.

En estas tres décadas se han proyectado también cintas seudo snuff como Cannibal Holocaust, de Ruggero Deodato, y la serie japonesa Guinea Pig, pero nada más.

El director de cintas hardcore, Frank Henenlotter, quien ofreció un millón de dólares a quien le llevara un verdadero producto snuff, tendrá que seguir esperando...



—Así que la gente tendrá que conformarse con cintas seudo snuff

—Yo no sé qué más quieren. En cualquier puesto de periódicos pueden ver la revista Alarma! y enterarse de decenas de tragedias con la prosa tan bonita con la que presentan los casos. O en la televisión, con videos como el de Aguas Blancas o los linchados de Tláhuac. Todos esos videos sí que lindan con el verdadero snuff