07 septiembre 2013

"No soy un monstruo"

"Superaré lo que he pasado, pero tú enfrentarás el infierno por toda la eternidad. Tu infierno apenas comienza”.

Esas fueron las palabras que pronunció Michelle Knight a su victimario, quien la tuvo secuestrada en un sótano por largos y terribles diez años, tiempo durante el cual fue violada y golpeada reiteradamente.

El victimario, de nombre Ariel Castro, ni siquiera volteó a mirar a Knight. No le hizo mella aquella “sentencia” que venía del alma. Sentado junto a su abogado defensor, tenía las manos entrelazadas y la mirada clavada en el piso: acababa de escuchar la sentencia del juez, esta sí demoledora y terrible: prisión perpetua y más mil años de condena por 937 cargos en su contra, ya todos aceptados. En otras palabras, pasaría toda su existencia en prisión y, sí, efectivamente, su infierno apenas comenzaba.




El juez de Ohio, Michael Russo, señaló: “No mereces estar fuera en tu comunidad, eres demasiado peligroso”. Y es que Knight no fue la única víctima. En realidad fueron tres las que durante una década completa fueron tratadas como esclavas sexuales. Violadas una y otra vez y luego, con golpes en el estómago, obligadas a abortar. Las otras dos mujeres fueron Amanda Berry y Georgina DeJesus, quienes, cansadas por todo lo que habían sufrido, ya no quisieron asistir a la sentencia de Castro ni pronunciar jamás palabra alguna sobre esto.

Además, hubo una cuarta víctima: Jocelyn, la hija de seis años que tuvo con Berry durante el secuestro y que también permanecía en cautiverio, aunque algunas veces era sacada para que viera a su abuela.

Luego de saber esto, las palabras de Russo ya no se escuchan tan fuera de lugar: "No hay lugar en esta ciudad, no hay lugar en este país, no hay lugar en el mundo para quienes esclavizan a otros. Nunca será liberado de la reclusión durante el periodo de su vida natural por ninguna razón”. Aplastante, como un sepulcro. 

“SÓLO ESTOY ENFERMO”

Castro, de origen puertorriqueño, quien permaneció con su rostro incólume, parecía que vivía en otra realidad. Como si él fuera la víctima de estas tres mujeres y tratara infructuosamente de defenderse. Lo más que concedió fue un tímido perdón, no más, y siempre justificando sus actos.

En la audiencia se dirigió a las familias a quienes les dijo: “Realmente lo siento. Por favor encuentren algo en su corazón para perdonarme”. Luego vinieron sus explicaciones: “No soy una persona violenta. Simplemente las mantuve ahí para que no se pudieran ir. No soy un monstruo, sólo estoy enfermo. Tengo una adicción, como un alcohólico tiene una adicción”.   

Y entonces, Castro se comportó como si fuera torturado por todas aquellas personas. E insistió en su fuerte adicción al sexo, al grado de estar totalmente controlado por sus impulsos carnales: “Creo que soy adicto a la pornografía al punto de que me hace perder la cabeza. No intento poner excusas. Soy una persona feliz por dentro”, dijo para sorpresa y enojo de los presentes en el juicio.

Mencionó que sabía que tenía un problema y que era algo que padecía todos los días. Pero que eso no lo hacía mala persona. Incluso pidió que preguntaran a sus hijos, pues ellos afirmarían que era el mejor padre del mundo.

Todas las palabras de Castro fueron escuchadas atentamente por el juez Russo, quien fríamente explicó que con lo que había dicho quedaba demostrado que no había tal enfermedad, pues el victimario no actúa así con todas las mujeres, sino que es capaz de decidir a quién quiere victimizar.

“¡NOS SALVARON!”

Luego de permanecer una década en cautiverio, las tres mujeres fueron rescatadas prácticamente por un acto fortuito. La policía Barbara Johnson relató cómo encontró a las víctimas después de escuchar unas pisadas en un cuarto de una casa vecina.

Ella y otro oficial inspeccionaron y, apenas abrieron el cuarto del cautiverio, Knight se colgó prácticamente del agente, mientras gritaba desaforada: “¡Nos salvaron!, ¡nos salvaron!”. Todas estaban muy pálidas, muy delgadas, y, lo peor, muy frágiles emocionalmente. 


El lugar donde estuvieron encerradas es realmente tétrico. Lo encontraron lleno de basura, y con un pequeño espacio donde hacían sus necesidades físicas sin que éste fuera limpiado por días. Junto a un tubo que había dentro, encontraron además algunas cadenas con las que eran amarradas.


Al final del juicio, a Ariel Castro, de 53 años, se le veía tranquilo. Sabía perfectamente lo que había hecho y que ya no podía argumentar nada más para salvar la cadena perpetua, con los cientos de cargos por violación que pesaban en su contra y que ya anteriormente había aceptado.



Incluso su deseo de que no lo calificaran como un monstruo había resultado infructuoso. Evidentemente no fue calificado así por el juez, pero sí por la prensa, que desde que comenzó su cobertura lo llamó simplemente “El monstruo de Cleveland”.