Esas
fueron las palabras que pronunció Michelle Knight a su victimario, quien la
tuvo secuestrada en un sótano por largos y terribles diez años, tiempo durante
el cual fue violada y golpeada reiteradamente.
El
victimario, de nombre Ariel Castro, ni siquiera volteó a mirar a Knight. No le
hizo mella aquella “sentencia” que venía del alma. Sentado junto a su abogado
defensor, tenía las manos entrelazadas y la mirada clavada en el piso: acababa
de escuchar la sentencia del juez, esta sí demoledora y terrible: prisión
perpetua y más mil años de condena por 937 cargos en su contra, ya todos aceptados.
En otras palabras, pasaría toda su existencia en prisión y, sí, efectivamente,
su infierno apenas comenzaba.
El juez
de Ohio, Michael Russo, señaló: “No mereces estar fuera en tu comunidad, eres
demasiado peligroso”. Y es que Knight no fue la única víctima. En realidad
fueron tres las que durante una década completa fueron tratadas como esclavas
sexuales. Violadas una y otra vez y luego, con golpes en el estómago, obligadas
a abortar. Las otras dos mujeres fueron Amanda Berry y Georgina DeJesus,
quienes, cansadas por todo lo que habían sufrido, ya no quisieron asistir a la
sentencia de Castro ni pronunciar jamás palabra alguna sobre esto.
Además,
hubo una cuarta víctima: Jocelyn, la hija de seis años que tuvo con Berry durante
el secuestro y que también permanecía en cautiverio, aunque algunas veces era
sacada para que viera a su abuela.
Luego de
saber esto, las palabras de Russo ya no se escuchan tan fuera de lugar: "No
hay lugar en esta ciudad, no hay lugar en este país, no hay lugar en el mundo
para quienes esclavizan a otros. Nunca será liberado de la reclusión durante el
periodo de su vida natural por ninguna razón”. Aplastante, como un
sepulcro.
“SÓLO ESTOY ENFERMO”
Castro, de
origen puertorriqueño, quien permaneció con su rostro incólume, parecía que
vivía en otra realidad. Como si él fuera la víctima de estas tres mujeres y
tratara infructuosamente de defenderse. Lo más que concedió fue un tímido
perdón, no más, y siempre justificando sus actos.
En la
audiencia se dirigió a las familias a quienes les dijo: “Realmente lo siento.
Por favor encuentren algo en su corazón para perdonarme”. Luego vinieron sus
explicaciones: “No soy una persona violenta. Simplemente las mantuve ahí para
que no se pudieran ir. No soy un monstruo, sólo estoy enfermo. Tengo una
adicción, como un alcohólico tiene una adicción”.
Y entonces, Castro se comportó como si fuera torturado por todas aquellas
personas. E insistió en su fuerte adicción al sexo, al grado de estar
totalmente controlado por sus impulsos carnales: “Creo que soy adicto a la
pornografía al punto de que me hace perder la cabeza. No intento poner excusas.
Soy una persona feliz por dentro”, dijo para sorpresa y enojo de los presentes
en el juicio.
Mencionó que
sabía que tenía un problema y que era algo que padecía todos los días. Pero que
eso no lo hacía mala persona. Incluso pidió que preguntaran a sus hijos,
pues ellos afirmarían que era el mejor padre del mundo.
Todas las
palabras de Castro fueron escuchadas atentamente por el juez Russo, quien
fríamente explicó que con lo que había dicho quedaba demostrado que no había
tal enfermedad, pues el victimario no actúa así con todas las mujeres, sino que
es capaz de decidir a quién quiere victimizar.
“¡NOS
SALVARON!”
Luego de
permanecer una década en cautiverio, las tres mujeres fueron rescatadas
prácticamente por un acto fortuito. La policía Barbara Johnson relató cómo
encontró a las víctimas después de escuchar unas pisadas en un cuarto de una
casa vecina.
Ella y
otro oficial inspeccionaron y, apenas abrieron el cuarto del cautiverio, Knight
se colgó prácticamente del agente, mientras gritaba desaforada: “¡Nos
salvaron!, ¡nos salvaron!”. Todas estaban muy pálidas, muy delgadas, y, lo
peor, muy frágiles emocionalmente.
El lugar
donde estuvieron encerradas es realmente tétrico. Lo encontraron lleno de
basura, y con un pequeño espacio donde hacían sus necesidades físicas sin que
éste fuera limpiado por días. Junto a un tubo que había dentro, encontraron
además algunas cadenas con las que eran amarradas.
Al final
del juicio, a Ariel Castro, de 53 años, se le veía tranquilo. Sabía
perfectamente lo que había hecho y que ya no podía argumentar nada más para
salvar la cadena perpetua, con los cientos de cargos por violación que pesaban
en su contra y que ya anteriormente había aceptado.
Incluso
su deseo de que no lo calificaran como un monstruo había resultado infructuoso.
Evidentemente no fue calificado así por el juez, pero sí por la prensa, que
desde que comenzó su cobertura lo llamó simplemente “El monstruo de Cleveland”.