La
Ciudad de México, inabarcable y descomunal como es, tiene entre sus hijos
consentidos a todos aquellos personajes populares que proveen a sus paseantes
de un poco de diversión y risas y, desde luego, alimento rico y balanceado, que
siempre cae bien cuando uno anda en la calle con el estómago pegado al
espinazo.
Merolicos,
payasos de crucero y organilleros, por un lado. Por otro, el tortero, el
camotero (provecho) y los múltiples vendedores de papas y chicharrones
preparados. Pero esperen, ellos son poco sin nuestro personaje más querido: el
taquero, proveedor de tantos placeres para todos los famélicos defeños.
Hay
tacos de todo tipo y para todos los presupuestos. Conozcamos un poco más de
ellos a través de la pluma del periodista Ricardo Cortés Tamayo, quien en 1974
publicó el libro Tipos populares de la Ciudad de México, en donde dedica unas
páginas a estos héroes del taco placero.
DOS CON TODO
Antes,
era cosa de ver y por supuesto de comer, el taquero salía a la calle. La gente
aún no deletreaba el silabario de la salubridad ni, analfabeta, desentrañaba
los tratados de buenas costumbres, y era por eso que se arremolinaba en rededor
de nuestro hombre.
El
taquero, apresurado el movimiento, encrespado el gesto por el asedio, pero el
pecho en la satisfacción de la demanda, como nada más diciendo que calmantes
montes, alicantes pintos, pájaros cantantes. Y que para todos hay como no
arrebaten.
Sin
embargo, no para todos había: quien por pedidos no los alcanzaba y quienes,
aquellos de todas las grandes ciudades como la nuestra, un día comiendo y otro
ayunando; aunque fuesen los tacos a cincuenta centavos, o a menos.
Abundó
antes, pues, el taquero ambulante de grandes canastas, rimero de papel estraza
cortado en cuadros de quince centímetros por lado. La canasta sobre la tijera
de palo -de uno de los maderos transversales pendiente el frasco de los chiles
en vinagre-, que bajo servilletas arropadas resguardaba los tacos calientitos,
sudados, vaporosos; suaves plumones maizales.
Taqueros
dignos de esos cordones azules que condecoran, en lugares como Francia, a los
grandes cocineros llamados chefs, ésos llevando sobre la cabeza altos gorros
almidonados de blancura impecable de los cuales parece va a salir un conejo
blanco sobre la cacerola de hervidos aceites y allí extender las largas orejas
y los redondos ojos colorados; unos ojos colorados igual a las cerezas que en
los cocteles que allí, en los restaurantes popofianos, sirven sobre manteles
también blancos cruzados de paños rojos como las capas de los cardenales.
Pero
estamos hablando de México y de darle gusto al gusto que son, todavía porque
ahora se han refugiado en los angostos quicios de los zaguanes, los tacos de
canasta.
El
irresistible picor de los de chicharrón; la molicie de los de mole; los de
tinga que enredan la lengua en la pasión sabrosa; los de frijoles, espasmo de
la delicia. Y todavía el pregón glorioso: ¡Tacos, joven!
PURO ESTILACHO
Hoy
día los taqueros han evolucionado, tienen casa puesta, vamos, establecimientos
en viviendas y edificios con puertas a la calle; los hay que arrancaron, entre
estos, de tiempos difíciles de la canasta sobre su tijera de palo, pero si
lloran no se acuerdan de las aceras mojadas o ardorosas de sol ni los techos de
láminas o asbestos de los puestos semifijos.
No
usan ya turbios delantales quebradizos a mantecas negras y huellas digitales
impresas con salsas endiabladas, sino pecheras como camisas porfirianas;
espejeando almidones y, en un tris, botonaduras preciosas.
Se
han vuelto, muchos, presumidos; aunque esto de la presumida sea según y
conforme el color de la taquería, porque los hay como siempre los ha habido,
unos capaces de doblar el pilón de los chiles encurtidos, esos panzoncitos que
se aplastan entre los clientes y en ellos y el paladar van dejando pulpa y
sangre picosas pero sabrosas; otros incapaces de dar al cliente dos servilletas
de estraza, por aquello de que el papel anda, como todo, por las nubes.
Hay
taqueros de carquís instalados por zonas rosadas o doradas que cubren la cabeza
con gorros de esos parados que ya llevamos hablados, dispuestos a saltar la
magia de un conejo blanco de ojos redondos y colorados; o como cualesquiera
cachucha o pelambre de la barriada, lo mismo en Dr. Balmis en las cercanías con
Manuel Payno que por Santa María la Redonda a inmediación de Francisco González
Bocanegra, dispuestos a disfrazar gato por liebre, perro golondrino por carnero
lanudo, si se trata de tacos de barbacoa; y si de longanizas olorosas y
chorizos incitantes caballejo de pica por vaca retozadora y pensativa.
Los
hay de taquerías donde hay que comer como las reglas de morder tacos mandan y
es oprimiendo el rollito de la tortilla suavecito entre los dedos de la mano,
la izquierda si uno es Vicente Saldívar, o la derecha si uno es Rafael Herrera
o Rubén Olivares; el índice, el cordial, el anular arriba; el pulgar y el
meñique abajo, levantándole un poquito los extremos para eso, para no regarla.
Bueno,
éstos son los taqueros que ponen por delante plato y servilleta, sales y
salsas, que ya las cerbatanas y refrescos van a petición del público. (Juan Carlos Aguilar García)