27 octubre 2008

¡El hombre que no podía morir!

Juan Carlos Aguilar García
Lo intentó todo pero fue inútil. Sé que es difícil de creer, pero nada de lo que hizo lo puso realmente al borde de la muerte. Al contrario, se sentía perfectamente bien, se diría que hasta reconfortado, aunque su lamentable apariencia —todo un guiñapo— indicara otra cosa.
No miento cuando afirmo que cada corte, cada herida que se hacía en su cuerpo, más que conducirlo a la anhelada muerte, lo reanimaba y lo ponía como nuevo, listo para la siguiente lesión. Como si su organismo redoblara esfuerzos y dejara mejor que antes los tejidos afectados.
Por lo menos internamente, estaba mejor que nunca.
Por supuesto que esto lo entendió luego de muchas horas de fallidos intentos por suicidarse. Al principio, confiado en que el fin vendría casi inmediatamente, probó una opción tan sencilla como contundente: rebanarse las muñecas con una filosa navaja.
Fue un corte profundo, seco. Sintió un fuerte dolor y la sangre comenzó a brotar a borbotones. Por algunos minutos todo fue verdaderamente aparatoso. Comenzó a debilitarse. Se recostó y entonces sí que sintió la muerte cerca... hasta que de pronto, inexplicablemente, ¡¡el sangrado se detuvo!!
A través del corte podía ver claramente sus huesos y ligamentos, pero ni una sola gota de sangre. Era grotesco ver cómo sus manos, que apenas se sostenían por un pequeño trozo de piel, conservaban su movilidad y fuerza. El corte fue tan profundo, que si hubiera empujado la palma hacía atrás, los dedos hubieran tocado fácilmente su brazo.
Desesperado, buscó un cuchillo para cercenarse el cuello. Con su mano colgante —que aún conservaba su color rosado y uñas impecables— segueteó una y otra vez hasta que comenzó a sentir su cabeza floja, sin control sobre sí misma. De pronto, sus ojos estaban mirando el techo y, un segundo después, ¡ya observaban el espejo que estaba justo detrás de él!
Se observó de cabeza, con la tráquea asomándole sobre sus hombros. De la enorme herida surgió una sustancia viscosa combinada con algo que parecía carne molida. Esta vez ni sangre hubo.
¿Qué ocurría con él? ¿Acaso no podía morir? “No, eso es imposible”, pensó. Sin embargo, su imagen reflejada en el espejo, con una cabeza unida apenas por la piel de la nuca, le confirmaba lo contrario.
Luego de hacer algunos movimientos para lograr regresar la cabeza a su lugar, realizó varios intentos para acabar con su vida. Primero se encajó un desarmador en el pecho y luego se rebanó el estómago. Lo único que consiguió fue sentir su corazón rozagante y poner fin a su insoportable gastritis.
Como si fueran pañoletas de mago, comenzó a sacar poco a poco sus intestinos, el riñón, los pulmones y el corazón. Quedó completamente vacío y de paso curado de sus problemas cardiacos y pulmonares; también desapareció el hambre.
Fuera de sí, optó por cortar su cuerpo por la mitad: adiós piernas y virilidad. Con la mano derecha cortó el brazo izquierdo, a la altura del hombro; el brazo restante logró desprenderlo luego de golpearlo repetidamente contra el suelo.
Nada sirvió. Ahora no era otra cosa que el hombre-tronco más sano del mundo. De lejos, hubiera sido confundido con un lindo bebé...
Ahí, tendido en medio de su habitación, con pedazos de humanidad regados por todas partes, comprendió su fatal destino: ¡era inmortal! ¡El hombre que no podía morir!
Las heridas comenzaron a cicatrizar a una velocidad increíble. En cuanto al lugar donde debería estar su estómago, ahora sólo había un enorme hueco atravesado por su columna vertebral.
En ese deplorable estado fue como lo encontré, luego de que tras dos días de no verlo, decidiera buscarlo en su casa. Tras escuchar sus alaridos, abrí la puerta y me encontré con el engendro en el que se había convertido mi amigo.
Durante una hora me contó sobre sus múltiples e infructuosos intentos por acabar con su vida, y de su extraña condición de inmortal... Me imploró que intentara matarlo, que le prendiera fuego.
Pude asesinarlo fácilmente, pero, por supuesto, no obedecí. No podía hacerlo. No ahora que había efectuado el experimento tres veces. Soy científico y sería imperdonable que a estas alturas me negara a repetir, por cuarta ocasión, esta prueba suicida.
Tenía que saber qué ocurría exactamente. ¿Por qué seguía vivo? ¿Qué provocaba su rápida recuperación?
Así que llamé a mi colega y lo hice venir inmediatamente para que me ayudara a trasladar el engendro al hospital. Apenas llegó, comenzamos a cubrir su cuerpo —lo poco que quedaba de él— y lo subimos, como siempre, a la parte trasera del auto. Como otra veces, cargué con sus brazos y piernas, y con todos sus órganos para volver a unir cada parte.
“¡Tenemos que sanarlo, hacer que por cuarta vez vuelva a caminar!”, exclamé emocionado. “Si todo resulta como hasta ahora, en dos días estará más sano que nunca. Curamos por aquí, remendamos por allá, borramos su memoria, recetamos depresivos y listo, un suicida en potencia... Si todo marcha bien, repetiremos el experimento hasta que lo soporte su cuerpo”.
En ese momento, un terrible y prolongado alarido surgió de la masa amorfa, de esa asquerosa bola de carne. Fue un grito de terror al saberse atrapado en su propia trampa, en ese suicidio perpetuo del que no podría escapar nunca. En unas horas estaría de nuevo en su habitación mutilando su cuerpo por todos lados hasta el fin de sus días...
El texto se publicó en las páginas del semanario Alarma!

3 comentarios:

Jesús Serrano Aldape dijo...

Me recordó a los mitos griegos de Sísifo y Tantalo, con toda esa crueldad del castigo eterno y toda la cosa. Saber más detalles de porqué el científico agarró tanta crueldad por su experimento hubiera ayudado mucho, después de todo hasta (volando sobre los posibles significados) podría decirse que es una metáfora de Dios y del hombre, como la misma ciencia ficción, de la que se nota cierta influencia (jaja, claro) Así, sin justificar las razones que tenía para atormentar al pobre tronquito parece una saña difícil de creer.

JC dijo...

Sí,también creo que el relatito da para dibujar mucho mejor ambos personajes, el problema es el espacio...Como sea es una primera versión (de la cual no quedé finalmente muy satisfecho)que podría dar pie a un relato más largo y ambicioso.
El científico es cruel, pero no lo mueve la crueldad en si mismo, sino la curiosidad por saber qué sucede con el organismo del "inmortal". Y claro,que podría verse como una metáfora de Dios. Somos sus juguetes. Ayy!!!

Anónimo dijo...

EXCELENTE !! EXCELENTE RELATO !! .. El castigo eterno hasta descubrir donde esta el error !! ... De verdad lo disfrute mucho, en mi humilde opinión, no necesita ser mas largo, como comenta, ni darle mas a cada personaje ... Pues lo magnifico del cuento se lo deja a la imaginación del lector. Después de todo .. También es dios un producto de la imaginacion.

MUCHAS FELICIDADES !!

Yadira Alvizo