17 junio 2010

Estrella de YouTube!!!

Juan Carlos Aguilar García
De pie, con el rostro cubierto con un pasamontañas, el hombre no para de golpear a la víctima con fuerza. Una y otra vez, sin descanso, sus puños se estrellan en el estómago de aquel narco de tercera categoría, muy abajo en la enorme red de quienes conforman este mercado. Luego patadas y más puñetazos, sin piedad ni dirección: en el estómago, en la espalda, en la cabeza… en su sonrisa desdentada…
Lo hace con mucho rencor, aunque es la primera vez que lo ha visto. Y es que en este negocio no es preciso conocer a la persona para odiarla en cuerpo y alma; basta con saber que es de “los otros” para que el rencor se incube en el cerebro y al final salga por los puños, como sucede ahora con el encapuchado.
– ¿Para quién trabajas hijo de la chingada?, grita el victimario con esa voz que rompe el monótono sonido de los puños golpeando aquel costal de piel y huesos.
– Para Enrique Saldívar.
–Repítelo…
–Enrique Saldívar.
El encapuchado se detiene un momento, enmudece. Sus ojos casi se salen de sus orbitas y su boca queda completamente abierta, aunque esto nadie lo nota por el pasamontañas que cubre su ahora sorprendido (por no decir espantado) rostro. Sus puños se aflojan, ahora son como de plastilina y no podrían matar una mosca, ni siquiera alterar su vuelo.
Casi de milagro logra salir de su espasmo. Entonces en su rostro todo vuelve a su sitio y logra rehacer sus puños, que comprime con más fuerza y que lanza en tres ocasiones al amoratado rostro del pendejo dealer que creyó que esto del narco era cosa fácil.
El victimario se siente otra vez fortalecido, seguro. Entonces vuelve con su andanada de preguntas.
– ¿Dónde trabaja tu jefe?
–En Nuevo Laredo.
–Repítelo.
–Nuevo Laredo.
– ¿Cuándo planeaban atacar a nuestra gente?
–En tres días, en Monterrey.
–Repítelo.
– En tres días, en Monterrey.
LA LEY DEL NARCO
Esa fue la última pregunta. Después nada, ni un solo golpe más. Entonces el victimario –y esto la videocámara lo registra con lujo de detalle– saca un enorme cuchillo de una bolsa y lo muestra a la cámara. Luego se dirige al pendejo narquito de cuarta, que permanece con cinta canela sobre sus ojos, y le levanta el mentón.
El narquito es pendejo pero no tanto. Sabe que cuando eso ocurre, el interrogatorio terminó y que no le quedan más de dos minutos de vida. Entonces se retuerce y alza sus puños –también atados con cinta canela– en un intento por detener lo inevitable, por tratar de alejar ese filoso cuchillo de su cuello. Se retuerce y gime, chilla, pero a estas alturas nada lo salva.
Un solo golpe en la panza lo pone quieto. Es en este momento cuando el victimario le pone el cuchillo en su percudido cuello al pendejísimo vendedor de grapas que ni siquiera llega a ser un pez pequeño: es apenas un renacuajo. Lo de Enrique Saldívar nomás lo dijo porque pensó que eso le salvaría la vida, la verdad es que ni siquiera conoce al temible capo.
Al principio el encapuchado duda, aunque la verdad ni siquiera tendría por qué, pues su destino ya está escrito. Si mata o no a la víctima, de cualquier modo lo asesinarán, eso es un hecho, más si es gente de Saldívar. Le tocará estar sentado, atado de manos y de pies, y lo golpearán hasta el cansancio. Ya se ve madreado y hasta decapitado. “Nada más recuerda que de este negocio no sales vivo; un día te toca agasajarte, dirigir el pedo, pero al otro amaneces sin cabeza y ya. Esa es la ley del narco”, le advirtieron cuando se metió de sicario.
MENSAJE SANGRIENTO
Todos estos recuerdos se le agolparon en la mente antes de decir “ya valiste verga” y de cortar de un tajo el cuello del pendejete narquillo. Cuando lo hizo ya no se detuvo. Hizo un corte rápido y la sangre salió a borbotones. Repitió la operación dos veces más. Apenas cuatro segundos y el cuerpo quedó inconsciente; cuatro más y murió por desangramiento. No sufrió. Los espasmos del cuerpo eran sólo convulsiones naturales, nada más.
El encapuchado forcejea un poco con la tráquea, pero al final termina por quebrarse. Ya desprendida, agarra la cabeza de los cabellos y la muestra a la camarita. “Esto es lo que les va a pasar a todos los traidores”, dice, pero sabe perfectamente que el siguiente será él. Alguien le pone stop a la grabadora. Es hora de quitarse el pasamontañas.
Aunque está tranquilo, su rostro muestra miedo, mucho miedo. ¿Cuándo vendrán por él? ¿Y si en este preciso momento saliera huyendo? Tal vez podría burlar a la muerte…
¿Qué se siente cuándo un cuchillo corta el cuello? Tal vez ese sea el único dolor. Un balazo sería mil veces mejor. Ojalá que mis asesinos no lo hagan despacio, piensa.
ESTRELLA DE YOUTUBE
Sabe que la gente de ese tal Saldívar es extremadamente sanguinaria. De sus hombres son los miles de descabezados de mujeres y niños que aparecen cada semana en los periódicos. Ellos jalan parejo, aunque no estén metidos en este negocio.
Sabe también que Saldívar compra prácticamente a cualquiera, lo ha hecho así con hombres de cárteles enemigos. Posiblemente ya lo ha hecho con sus propios compinches. Por cierto, ¿dónde están sus compañeros?
Piensa en esto cuando sus dos cómplices, que apenas conoce, entran a la habitación. Vienen encapuchados. Uno de ellos trae en las manos una cinta canela. Lo invitan a sentarse en la misma silla que hace unos minutos ocupó el otro hombre. No se resiste, al contrario, colabora en todo lo que puede. Sabe que nada podría salvarlo. Además, se prometió que cuando llegara este momento no chillaría, eso nunca, sino, ¿qué dirían sus hijos cuando lo vieran en YouTube?

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