08 febrero 2012

¡Un poco de calma!

Nayeli sólo quería un poco de calma. Un momento de silencio. “Ténse quietos chamacos: tú, bajatedeái que te vas a caer; y tú, cállate yaaa”, suplicó una y otra vez.
“Cállensequeyametienenhartaynoaguantomás”. Pero no. Los llantos seguían machacándole la cabeza, como brocas que se abren paso entre el concreto.
En su caso, las rabietas de sus dos hijos le llegaban directo a los nervios, en forma de punzadas dolorosísimas. Especialmente esa mañana del 31 de octubre. Agobiada por las penurias económicas, había discutido con Ignacio, su pareja, y había quedado enojada. Y para colmo, esos niños que no se callaban ni un minuto.
Estaba en el límite y el más leve lloriqueo la hubiese sacado de sus casillas, como finalmente ocurrió. Entonces soltó su enojo, su furia, sus frustraciones… y sobrevino la tragedia, que ya desde hacía mucho acechaba a su puerta, como destino ineludible.
Todo ocurrió en un pestañeo, con la velocidad del desquiciamiento. Sin planeación ni más advertencias. Sólo actuó obedeciendo sus impulsos.
PUÑALADA MORTAL
Nayeli, de 21 años, intentaba ordenar un poco la humilde vivienda que ella e Ignacio rentaban en la colonia El Tezontle, en Pachuca, Hidalgo. Estaba furiosa por la reciente discusión y preocupada por los gastos de la casa. Le dolía la cabeza.
Su trabajo como mesera en el restaurante Mirage de Plaza Perisur no alcanzaba para mucho. Peor: Ignacio estaba desempleado: tiene apenas 16 años y es poco lo que puede encontrar. Estaba en esas cuando el llanto de los niños terminó por desquiciarla. No estaba dispuesta a soportarlo un instante más. Hubo un momento en el que José Iván, su hijo de cuatro años, se acercó a ella porque quería jugar entre sus piernas.
Esa fue la oportunidad que Nayeli –la mente ofuscada de Nayeli– esperaba. No lo dudó y a propósito tiró al suelo un cuchillo. Se agachó para recogerlo y cuando se enderezaba de nuevo, desvió el camino de su mano empuñando el puñal y lo enterró completo en la espalda de José Iván. Ella misma detalló su arranque de ira: “Agarré un cuchillo de la mesa, lo tiré y luego se lo clavé en la espalda”.
Comenzaban a salir los primeros borbotones de sangre, cuando la mente de Nayeli regresó de nuevo a la realidad. Quiso detener la hemorragia, pero – ¡maldita sea! – su hijo más pequeño, Carlos Andrés, de dos años, no paraba de llorar. Así que detuvo (intentó, quiero decir): intentó detener la hemorragia con una camiseta y se fue a callar al más pequeño.
La única solución que pudo encontrar su alterada mente fue recostar a los dos niños en la cama para luego estrangularlos hasta que dejaran de respirar. Habla de nuevo la madre: “Me desesperé más, así que agarré a los dos, los acosté en la cama y los estrangulé hasta que no pudieran respirar”. Aseguró Nayeli que murieron por asfixia. Sin embargo, las autoridades lo dudan, pues en el pequeño cuarto había un fuerte olor a gas, por lo que sospechan que abrió las llaves de la estufa y que luego obligó a los niños a olerlo directamente.
Después de terminar con la vida de sus hijos, intentó colgarse con una corbata, pero no tuvo el valor: no pudo suicidarse.
SILENCIO ETERNO
Perpetrada la tragedia, salió a la calle en busca de Ignacio para contarle todo lo que había pasado. Éste intentó revivir a sus hijos, pero fue imposible. Vino entonces una nueva andanada de recriminaciones. Si alguien los hubiera visto en ese momento, hubiera presenciado la lucha encarnizada de dos enemigos. Insultos, manoteos, que si la falta de dinero –“nostienesenlamiserianipacomeralcanza”– y luego la estocada final, por parte de Ignacio: “Te voy a entregar a la policía”.
Nayeli Soledad –que ese es su segundo nombre– entendió que, por primera vez o tal vez desde siempre, estaba completamente sola. Salió a las calles, con las manos ensangrentadas y paso moribundo. Huyó en un taxi que la dejó frente al mercado Primero de Mayo y ahí, en una fuente del jardín, lavó sus manos –como hubiera querido lavar sus culpas– para luego tomar un transporte rumbo al pueblo Huasca de Ocampo.
Poco tiempo duró su huida. En Huasca fue detenida por la policía, que ya había sido advertida, gracias a la denuncia de su pareja, sobre una mujer con sus características físicas y su vestimenta.
Una vez detenida no soportó más… y un golpe de agua inundó sus ojos. Se vino abajo. Relató a detalle lo que había hecho y lo desesperada que se encontraba. Lloró como niña y lo único que hubiese deseado en ese momento era jugar entre las piernas de su madre y no preocuparse por nada.
Ahora todo está en silencio, con mucha calma, como quería. No obstante, es tanta la pasividad que la ahoga, la asfixia, y quisiera entonces escuchar un poquito de ruido, los lloriqueos de sus niños diciéndole mamá.
Y eso es exactamente lo que la abruma: sabe que nunca más escuchará esos llantos y que el silencio será eterno, por los siglos de los siglos… (Juan Carlos Aguilar García)

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