La fotografía, de autor desconocido, tiene el mismo efecto que un puñetazo en la cara. Peor que eso. Es como un golpe certero al inconsciente que nos recuerda nuestro “lado perverso”, nuestra condición de asesinos naturales y nuestra fascinación por la violencia.
La imagen muestra un hombre tendido en el suelo. Su cuerpo, torcido y con una herida mortal en la cabeza, está rodeado por varios mirones. Todos muestran su espanto ante la escena, aunque también su tranquilidad por no ser ellos los infortunados. De todas las miradas, una se olvida del muerto para observar al fotógrafo. Es la de un hombre que, cruzado de brazos, parece preguntar: “¿lo disfrutas? ¿gozas lo que ves?”.
La placa—que pertenece al archivo Casasola— da cuenta de los tiempos violentos que se vivieron una vez terminada la revolución y que acapararon las secciones policiacas de los periódicos. Eran los años veinte y treinta. Miles de indígenas —la mayoría lisiados— decidieron probar suerte en la incipiente aunque “moderna” ciudad de México.
Sin embargo, las oportunidades eran pocas... Muchos andaban desempleados o, en el mejor de los casos, aseando calzado y vendiendo baratijas. La ciudad comenzó a crecer sin control. Los ricos, en colonias ordenadas y seguras, mientras que los pobres en zonas marginales, bajo el desinterés de las autoridades y con la pobreza y el hambre como aliados.
Y aunque la pobreza no convierte a nadie en asesino (los ricos también matan), sí provocó un choque con los otros, los pudientes. Esa era la realidad de la ciudad, dividida profundamente entre ricos y pobres, aunque los muralistas Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco se esmeraran en plasmar una unidad nacional.
Aunado a esto, “la modernidad mexicana incorporó oscuros impulsos relacionados con la faz caótica de esa misma modernización, provocó sensaciones de espanto y una fascinación por la violencia y la potencia destructiva de la nueva edad mecanizada”, ha dicho el especialista Jesse Lerner.
Los periódicos amarillistas no perdieron el tiempo y se dieron vuelo explotando ese miedo popular a la modernidad. De hecho, el ferrocarril, uno de los transportes más importantes de la época, se convirtió en una fuente para los reporteros asignados a cubrir nota roja. Nunca faltaban descarrilamientos, atropellos o suicidios en plena vía férrea.
La gente aprendió que el tren, además de un seguro medio de transporte, servía para otras nobles causas. Pero eso fue sólo el principio. Los machetes y palos se cambiaron por navajas y pistolas, dando un nuevo significado al crimen, como lo reflejó el diario El Universal por aquellos años:
“México ya no es una ciudad provinciana, amable, acogedora, sino un centro cosmopolita, donde también la criminalidad, que antes andaba en pañales, ha crecido y madurado. Conan Doyle, Capitán Mayne Reid y otros devotos de novelas de detectives no miran despectivamente a estos pícaros latinos afilados de hoy, a quienes aceptamos como producto legítimo y natural de estos tiempos avanzados”.
Además de los asesinatos comunes, habría sucesos impactantes como los del Goyo Cárdenas, el primer asesino en serie mexicano (o por lo menos el primero del que se tiene registro), así como los crímenes de la “señorita México” María Teresa Landa y de Alberto Gallegos. Todos oportunamente retratados por la prensa. Desde entonces, la violencia no ha dejado de crecer. Múltiples asesinos acaparan diario las páginas de los periódicos, siempre más crueles que sus antecesores. ¿No locreen? Abran la edición de mañana y compruébenlo.
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