En
octubre de 1985 la publicación de un libro provocó una verdadera conmoción en
Alemania. Se trataba de un crudo relato que a través de Alí, un inmigrante
turco, narraba a detalle la discriminación y el racismo que se ejercían
sistemáticamente contra los extranjeros en aquel país.
Una
incómoda radiografía que en poco tiempo vendió más de dos millones de
ejemplares y que hasta ahora ha sido traducida a 38 idiomas, convirtiéndose así
en el mayor best-seller de la posguerra.
El
libro era Cabeza de turco (en alemán Ganz unten, literalmente “En lo más
bajo”) y su autor el periodista y escritor Günter Wallraff (1942), quien en su deseo
de comprobar los prejuicios de la sociedad alemana, decidió despojarse de su
personalidad y adoptar, durante dos años, la de Alí.
Experto
en representar distintas identidades desde los años sesenta –desde entonces ya
había suplantado varias personalidades que le permitieron descubrir violaciones
a los derechos de los trabajadores–, Wallraff considera que cuando no es
posible conseguir información, “hay que enmascararse para desenmascarar a la
sociedad, hay que engañar y fingir para averiguar la verdad”.
La metamorfosis
En
este caso, enmascararse de Alí significó sufrir en carne propia los maltratos y
humillaciones que padecían los inmigrantes turcos. Sabía que no sólo no sería
una tarea fácil, sino que conforme fuera avanzando en su método –que denomina
“ciencia de la observación participativa”– las situaciones que enfrentaría
serían cada vez más peligrosas.
Él
mismo estuvo decidido a llevar la experiencia hasta las últimas consecuencias. Con
una peluca, un bigote falso, una vestimenta desaliñada y hablando un alemán
rudimentario, Wallraff (Alí) estuvo en una granja con las peores condiciones de
trabajo, fue músico callejero en pleno invierno e incluso se atrevió a encarar
a aficionados neonazis en un partido de futbol entre Alemania y Turquía en el
Estadio Olímpico de Berlín.
Pero
eso fue sólo el principio. Dispuesto a hacer los trabajos más insalubres, fue,
entre otras cosas, trabajador en un McDonald’s, conejillo de indias en una
farmacéutica, chofer de un traficante de hombres y obrero en la planta nuclear
de Thyssen, donde los trabajadores –que además laboran sin ningún tipo de
protección– cubren jornadas de más de veinte horas continúas por un sueldo
miserable.
Si
bien es cierto que Alí es uno de sus personajes más representativos, en casi
medio siglo de labor profesional ha realizado decenas de caracterizaciones que
han sido descritas en varios reportajes.
Prueba
de ello es Con los perdedores del mejor
de los mundos (2009) en el que Wallraff da vida a una serie de individuos
con los que pone al descubierto diferentes prácticas ilícitas y de corrupción.
En
este nuevo reportaje Wallraff denuncia “el lado oscuro del supuesto mundo feliz
de la opulencia” al trabajar en un Starbucks y en los principales Call center de Alemania, así como al disfrazarse de negro y de indigente.
Literalmente descendió a la escala social más baja (se
convirtió en un lumpen)
e intentó convivir normalmente con la sociedad.
Recibió
una bofetada en el rostro. Un portazo en las narices. “Respeto que existas, sé
que tienes tus derechos, pero desaparece de mi vista”, era la respuesta que
invariablemente recibía cada día, en una Alemania que se ufanaba de ser
benévola con los extranjeros.
Maestro del disfraz
Son
casi 50 años de despojarse de su propia personalidad y de adoptar otra. Casi
una tercera parte de su vida no ha sido él, sino otro. Porque no sólo es
disfrazarse, sino vivir la situación las 24 horas del día, durante el tiempo
que sea necesario. ¿Es necesario llegar a este punto? ¿Por qué lo hace?
Asegura
que, además de ir en busca de la aventura, su interés es revelar situaciones
que de otro modo no podría denunciar. En una entrevista realizada por el
periodista mexicano Marco Lara Klahr, habló Wallraff sobre su impulso por
encubrirse.
“Creo que es
más que el periodismo, se ha convertido en la tarea de toda mi vida, casi
podría decirse que en una obsesión, no sé cómo definirlo. No me gusta utilizar
el término de periodismo de ‘investigación’ o ‘revelación’. Muchos de mis
esfuerzos por defender los derechos humanos los hice publicando un asunto, en
otros casos logré mejorar algo sin necesidad de hacerlo.
“Mi método de trabajo se ha ido desarrollando durante mis primeros años de periodista, cuando empezaba a laborar en fábricas como trabajador alemán, en Ford, Siemens y Thyssen, y se publicaban mis artículos en periódicos de sindicatos. Sigue existiendo, sin embargo, el temor principal de mi vida, el que sigue apareciendo en mis sueños, que es el de ser descubierto”.
Respecto a la abierta subjetividad que implica su actividad –y que se opone a lo que dicta la concepción clásica del periodismo– afirmó en otro momento:
“Todo el mundo se implica de algún modo, tiene su orientación, su pertenencia. No pasa nada, sólo hay que decirlo abiertamente. Yo no pertenezco a ningún partido, pero me siento cercano a los débiles. No puedo comportarme como si existiera la objetividad absoluta. Los que más la predican suelen ser los más parciales, al final resulta que pertenecen a la corte de algún político que se los lleva de viaje para que se encarguen de la cobertura informativa. Esos saben por lo general más de lo que pueden contar: y que no se les ocurra irse de la lengua porque entonces tienen en el negocio los días contados”.
En todos estos años, Wallraff ha sido demandado en numerosas ocasiones por trabajar con una identidad que no le corresponde; “es ilegal”, acusan. Sin embargo, ha ganado todos los juicios porque el Tribunal Federal Supremo consideró que este método es justificable si la información revelada es más importante que el hecho de haber cambiado de rol.
Ha sido tan bien recibido su método de investigación que su apellido ya es un verbo: “wallrafear”, es decir, disfrazarse para conseguir información que de otro modo sería imposible obtener.
Ahora cientos de seguidores en todo el mundo siguen su ejemplo. Wallraff no está solo, como tampoco lo están los miles de desposeídos en quienes centran su trabajo.
“Mi método de trabajo se ha ido desarrollando durante mis primeros años de periodista, cuando empezaba a laborar en fábricas como trabajador alemán, en Ford, Siemens y Thyssen, y se publicaban mis artículos en periódicos de sindicatos. Sigue existiendo, sin embargo, el temor principal de mi vida, el que sigue apareciendo en mis sueños, que es el de ser descubierto”.
Respecto a la abierta subjetividad que implica su actividad –y que se opone a lo que dicta la concepción clásica del periodismo– afirmó en otro momento:
“Todo el mundo se implica de algún modo, tiene su orientación, su pertenencia. No pasa nada, sólo hay que decirlo abiertamente. Yo no pertenezco a ningún partido, pero me siento cercano a los débiles. No puedo comportarme como si existiera la objetividad absoluta. Los que más la predican suelen ser los más parciales, al final resulta que pertenecen a la corte de algún político que se los lleva de viaje para que se encarguen de la cobertura informativa. Esos saben por lo general más de lo que pueden contar: y que no se les ocurra irse de la lengua porque entonces tienen en el negocio los días contados”.
En todos estos años, Wallraff ha sido demandado en numerosas ocasiones por trabajar con una identidad que no le corresponde; “es ilegal”, acusan. Sin embargo, ha ganado todos los juicios porque el Tribunal Federal Supremo consideró que este método es justificable si la información revelada es más importante que el hecho de haber cambiado de rol.
Ha sido tan bien recibido su método de investigación que su apellido ya es un verbo: “wallrafear”, es decir, disfrazarse para conseguir información que de otro modo sería imposible obtener.
Ahora cientos de seguidores en todo el mundo siguen su ejemplo. Wallraff no está solo, como tampoco lo están los miles de desposeídos en quienes centran su trabajo.
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